Eduardo Ibarra Colado
LAISUM, 03/03/2012
La universidad se encuentra amenazada. No ha podido escapar al entorno de violencia que padece el país y que la acosa poniendo en entredicho su viabilidad. Cada vez más, leemos en los diarios noticias sobre agresiones, robos, amenazas, secuestros y asesinatos de académicos y estudiantes. Se han reportado también acciones de grupos que atentan contra la integridad de investigadores mediante la detonación de artefactos explosivos.1 La operación de grupos que controlan el comercio informal y el ambulantaje en las inmediaciones de las instituciones o que operan redes de narcomenudeo, y de personas y grupos que cometen sistemáticamente el robo de materiales y equipo, son ya parte del escenario cotidiano que enfrentan muchas universidades del país. No se han cuantificado los daños ni se sabe bien a bien la magnitud del problema.
La reacción inicial antes estos hechos es de sorpresa y de rabia. De sorpresa, porque resulta inimaginable una sociedad que atente contra lo que le da fortaleza y valor, es decir, contra las instituciones que ha creado para propiciar el desarrollo y el buen vivir de la sociedad. De rabia, porque ante cada hecho de violencia se producen reacciones desmesuradas que claman por mayores medidas de seguridad, las cuales, en una escalada interminable que denota el círculo vicioso de su ineficacia, más que ser la solución pretendida son el inicio de nuevos problemas.
Cuando la propia sociedad comienza a ver destruido su patrimonio educativo, científico y cultural se prenden los focos rojos de alarma, pues se aproxima a un punto de ruptura que costará años de esfuerzo remontar. La sociedad experimenta una gran pérdida cuando la universidad deja de ser ese espacio social en el que aprendemos mediante el diálogo y la colaboración, a fin de potenciar nuestra capacidad colectiva y nuestra fortaleza como nación. El escenario resulta sombrío, pues implica aceptar con resignación la vulnerabilidad de la que somos objeto, fomentando con ello la política del cerrojo y la huída. Se trata de una nueva universidad que se niega a sí misma, pues destruye su entorno de libertad y creatividad al levantar altos muros coronados por alambres de púas, emulando los campos de concentración (y no necesariamente para el estudio) al más puro estilo de Auswitzch. Se pasaría del verde entorno de sus jardines al gris metálico de sus vallas, torniquetes y casetas de vigilancia; de la centralidad de la figura académica y la autoridad del saber a la presencia extenuante de guardianes mal encarados, que personificarán el orden gracias al poder que les otorgan sus uniformes, sus insignias y sus toletes2; de la convivencia al aire libre a la cultura de las chapas de seguridad y los candados reforzados; de la confianza en el otro a las cámaras de vigilancia y los detectores de metales (y luego, tal vez, a los detectores de mentiras... pues cerca estaríamos de llegar al cuarto de interrogatorios); en fin, de la naturalidad de nuestros actos más sentidos a la rígida y obligada observancia de protocolos y procedimientos que nos someten y humillan, pues uno será sospechoso hasta en tanto pruebe lo contrario.
La reacción inicial antes estos hechos es de sorpresa y de rabia. De sorpresa, porque resulta inimaginable una sociedad que atente contra lo que le da fortaleza y valor, es decir, contra las instituciones que ha creado para propiciar el desarrollo y el buen vivir de la sociedad. De rabia, porque ante cada hecho de violencia se producen reacciones desmesuradas que claman por mayores medidas de seguridad, las cuales, en una escalada interminable que denota el círculo vicioso de su ineficacia, más que ser la solución pretendida son el inicio de nuevos problemas.
Cuando la propia sociedad comienza a ver destruido su patrimonio educativo, científico y cultural se prenden los focos rojos de alarma, pues se aproxima a un punto de ruptura que costará años de esfuerzo remontar. La sociedad experimenta una gran pérdida cuando la universidad deja de ser ese espacio social en el que aprendemos mediante el diálogo y la colaboración, a fin de potenciar nuestra capacidad colectiva y nuestra fortaleza como nación. El escenario resulta sombrío, pues implica aceptar con resignación la vulnerabilidad de la que somos objeto, fomentando con ello la política del cerrojo y la huída. Se trata de una nueva universidad que se niega a sí misma, pues destruye su entorno de libertad y creatividad al levantar altos muros coronados por alambres de púas, emulando los campos de concentración (y no necesariamente para el estudio) al más puro estilo de Auswitzch. Se pasaría del verde entorno de sus jardines al gris metálico de sus vallas, torniquetes y casetas de vigilancia; de la centralidad de la figura académica y la autoridad del saber a la presencia extenuante de guardianes mal encarados, que personificarán el orden gracias al poder que les otorgan sus uniformes, sus insignias y sus toletes2; de la convivencia al aire libre a la cultura de las chapas de seguridad y los candados reforzados; de la confianza en el otro a las cámaras de vigilancia y los detectores de metales (y luego, tal vez, a los detectores de mentiras... pues cerca estaríamos de llegar al cuarto de interrogatorios); en fin, de la naturalidad de nuestros actos más sentidos a la rígida y obligada observancia de protocolos y procedimientos que nos someten y humillan, pues uno será sospechoso hasta en tanto pruebe lo contrario.
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