Vladimiro Mujica
Tal Cual, 14/06/12
Una preocupación creciente en muchos círculos
de reflexión internacionales es el impacto que tienen la pobreza y la
exclusión social en la seguridad y estabilidad del mundo.
Paradójicamente, una parte importante de esa reflexión tiene lugar en los países más prósperos del planeta. Muy recientemente Joseph Stiglitz publicó un libro The price of inequality, que aún no he leído pero que está en mi lista corta de obras por leer, sobre el fracaso del sueño americano y lo costoso que ha resultado para los Estados Unidos no ocuparse como sociedad de frenar el crecimiento de la exclusión e inequidad sociales. A Stiglitz se le une de manera prominente la Fundación Gates, la Fundación Clinton y otras instituciones de Europa y los Estados Unidos en señalar que ambos factores, pobreza y exclusión, son incompatibles con el desarrollo y la estabilidad de las naciones y, en última instancia, con la existencia de la democracia y la libertad.
No cabe duda de que la reflexión sobre pobreza y exclusión tiene también una larga historia en América Latina y por razones históricas buena parte de este pensamiento está ligado a una cierta izquierda que ha creado una cultura de comprensión de la pobreza como si esta fuese exclusivamente creada e inducida por agentes exógenos aliados a la burguesía criolla o por acción de esta última actuando en detrimento de las grandes masa populares.
Sin ánimo de entrar en un debate de fondo sobre un área que excede con mucho mi formación profesional, solamente me permito señalar que considero que hemos tomado una posición muy complaciente acerca del origen de la pobreza y que el atribuírsela exclusivamente a la acción depredadora y explotadora del capitalismo es una simpleza que está lejos de vivir solamente confinada a los límites del chavismo. De hecho, uno podría argüir que el no aceptar la responsabilidad que nos corresponde como sociedad en la fabricación de pobreza y exclusión es una de las razones de fondo que han generado la frustración y el resentimiento del que se ha nutrido la epopeya revolucionaria.
Hay instituciones que juegan un papel central en el combate contra la pobreza y en la construcción de prosperidad para un país. Una de ellas es la universidad. No me refiero a ninguna universidad específica sino al esfuerzo colectivo de la nación en la creación y difusión del conocimiento en investigación y educación superior. En tanto que institución creadora de valores sociales, así como los medios de comunicación y la iglesia, las universidades autónomas públicas y privadas han estado sometidas a un acoso inclemente de parte del gobierno y sus aliados para convertirlas en instituciones dóciles al servicio del proceso revolucionario.
En paralelo, el gobierno se ha ocupado de hacer crecer un sistema de educación superior no sujeto a los incómodos procesos de admisión que restringen el acceso a las universidades autónomas y que supuestamente son responsables del carácter clasista de éstas. En el camino se han creado instituciones de segunda categoría que no garantizan los estándares académicos mínimos pero que crean una ficción de acceso popular.
La conducta de acoso del gobierno a la universidad autónoma está acompañada de la asfixia presupuestaria y el estímulo poco disimulado al ejercicio de la "violencia revolucionaria" en el interior de nuestras casas de estudio. El resultado ha sido la renuncia de numerosos profesores y la salida del país de toda una generación de jóvenes venezolanos que han decidido continuar su formación fuera de Venezuela. El cuadro es tremendamente preocupante no sólo por los universitarios acorralados sino por se afecta la capacidad del país de salir de la pobreza.
Paradójicamente, una parte importante de esa reflexión tiene lugar en los países más prósperos del planeta. Muy recientemente Joseph Stiglitz publicó un libro The price of inequality, que aún no he leído pero que está en mi lista corta de obras por leer, sobre el fracaso del sueño americano y lo costoso que ha resultado para los Estados Unidos no ocuparse como sociedad de frenar el crecimiento de la exclusión e inequidad sociales. A Stiglitz se le une de manera prominente la Fundación Gates, la Fundación Clinton y otras instituciones de Europa y los Estados Unidos en señalar que ambos factores, pobreza y exclusión, son incompatibles con el desarrollo y la estabilidad de las naciones y, en última instancia, con la existencia de la democracia y la libertad.
No cabe duda de que la reflexión sobre pobreza y exclusión tiene también una larga historia en América Latina y por razones históricas buena parte de este pensamiento está ligado a una cierta izquierda que ha creado una cultura de comprensión de la pobreza como si esta fuese exclusivamente creada e inducida por agentes exógenos aliados a la burguesía criolla o por acción de esta última actuando en detrimento de las grandes masa populares.
Sin ánimo de entrar en un debate de fondo sobre un área que excede con mucho mi formación profesional, solamente me permito señalar que considero que hemos tomado una posición muy complaciente acerca del origen de la pobreza y que el atribuírsela exclusivamente a la acción depredadora y explotadora del capitalismo es una simpleza que está lejos de vivir solamente confinada a los límites del chavismo. De hecho, uno podría argüir que el no aceptar la responsabilidad que nos corresponde como sociedad en la fabricación de pobreza y exclusión es una de las razones de fondo que han generado la frustración y el resentimiento del que se ha nutrido la epopeya revolucionaria.
Hay instituciones que juegan un papel central en el combate contra la pobreza y en la construcción de prosperidad para un país. Una de ellas es la universidad. No me refiero a ninguna universidad específica sino al esfuerzo colectivo de la nación en la creación y difusión del conocimiento en investigación y educación superior. En tanto que institución creadora de valores sociales, así como los medios de comunicación y la iglesia, las universidades autónomas públicas y privadas han estado sometidas a un acoso inclemente de parte del gobierno y sus aliados para convertirlas en instituciones dóciles al servicio del proceso revolucionario.
En paralelo, el gobierno se ha ocupado de hacer crecer un sistema de educación superior no sujeto a los incómodos procesos de admisión que restringen el acceso a las universidades autónomas y que supuestamente son responsables del carácter clasista de éstas. En el camino se han creado instituciones de segunda categoría que no garantizan los estándares académicos mínimos pero que crean una ficción de acceso popular.
La conducta de acoso del gobierno a la universidad autónoma está acompañada de la asfixia presupuestaria y el estímulo poco disimulado al ejercicio de la "violencia revolucionaria" en el interior de nuestras casas de estudio. El resultado ha sido la renuncia de numerosos profesores y la salida del país de toda una generación de jóvenes venezolanos que han decidido continuar su formación fuera de Venezuela. El cuadro es tremendamente preocupante no sólo por los universitarios acorralados sino por se afecta la capacidad del país de salir de la pobreza.
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