Gustavo Rossen
El Nacional, 11/07/11
Las cifras no hacen sino confirmar esa grave endemia que muestra la debilidad de nuestro sistema educativo y que se manifiesta en los dos grandes males: repitencia y deserción
Julio. Fin del año escolar. Las caravanas de bachilleres recién graduados recorren ruidosamente la ciudad. Con menos algarabía pero no con menos entusiasmo la mayoría de los estudiantes del ciclo básico y diversificado celebran la aprobación de curso. El país, sin embargo, ¿puede decir que ha aprobado el año escolar? ¿Estamos satisfechos con los resultados del año escolar que termina? ¿Ha cumplido la educación cabalmente su propósito en la construcción del país? A la hora de las encuestas y de las protestas, la educación no parece ser preocupación general. No se percibe como problema. Salvo reclamos laborales o presupuestarios, el tema no está en la calle. O está adormecido. Salvo discursos o declaraciones de ocasión no es prioridad de la sociedad. Así se explica la escasa o ninguna exigencia de rendición de cuentas. No es un derecho que se reclama. Funciona medianamente, los muchachos aprueban y pasan al año siguiente, no se pide mucho más. Tampoco se da mucho más. Estamos más dispuestos a reclamar por la calidad de un producto, su precio o su peso que por un día de clases, la ausencia de un profesor, la superficialidad de una explicación o la falta de una materia.
Si se quisiera hacer el balance del año que termina, una evaluación elemental comenzaría con las estadísticas, las simples cifras. Sería pertinente, por ejemplo, saber si se cumplieron los 200 días de clase obligatorios. Difícil, con los asuetos añadidos, los días sin clase a consecuencia de las lluvias, la suspensión de actividades por eventos electorales o de otro tipo. Las vacaciones se "decretan" cada vez más temprano.
Las caravanas celebratorias comienzan ya en junio.
Más allá de la obligación de los 200 días no una meta caprichosa o un record a alcanzar, sino apenas el paso necesario para intentar aproximarse a otros países más conscientes de la educación como prioridad- cabría preguntarse si se completó el programa, se aprobaron todos los objetivos, se cumplieron todas las actividades, cuánto quedó como materia no vista. ¿Se subsanó la falta de profesores para determinadas asignaturas o se procedió, sin más, a un "aprobado" general como ha venido sucediendo? Siguiendo con los números cabría preguntarse cuántos estudiantes ingresaron en las universidades en las carreras de educación y, sobre todo, cuántos egresaron de ellas este año. El sistema educativo venezolano ha comenzado a sentir el desbalance entre el número de nuevos jubilados y el de aspirantes a una plaza de docentes. Doble problema: el primero, número creciente de solicitudes de jubilación, retraso en el proceso de aprobación y de pago de pensión; el segundo, menos candidatos con vocación y preparación para el magisterio. ¿Cuántos buenos estudiantes aspiran a ser maestros? Para decirlo en términos militares, ahora tan en boga: ¿cuántos soldados se incorporan al ejército de la educación? Si pensamos en los educadores, también hay preguntas elementales para este balance: ¿a cuántos cursos asistieron, cuántos fueron promovidos y por qué mecanismo, funcionó un efectivo desarrollo de carrera? Y desde otro plano: ¿aumentó la motivación entre los profesores y la aceptación social de la carrera? ¿Cuántos supervisores, directores y docentes actuaron como suplentes o encargados y cuántos como titulares? ¿Qué se hizo para la capacitación de los supervisores más allá de cierta prédica ideologizante o proselitista? Y los educandos. Las cifras no hacen sino confirmar esa grave endemia que muestra la debilidad de nuestro sistema educativo y que se manifiesta en los dos grandes males: repitencia y deserción. Compárese, si no, el número de ingresos y de egresos, especialmente en los años tercero, sexto y noveno.
El país tiene derecho a recibir un balance del año escolar.
Y derecho a exigir que sea un balance honesto, que incorpore las estadísticas pero que, además, aborde la pertinencia y la calidad. ¿Por cuánto tiempo y con qué consecuencias puede la educación seguir como tema de segundo orden en la atención del país?
Si se quisiera hacer el balance del año que termina, una evaluación elemental comenzaría con las estadísticas, las simples cifras. Sería pertinente, por ejemplo, saber si se cumplieron los 200 días de clase obligatorios. Difícil, con los asuetos añadidos, los días sin clase a consecuencia de las lluvias, la suspensión de actividades por eventos electorales o de otro tipo. Las vacaciones se "decretan" cada vez más temprano.
Las caravanas celebratorias comienzan ya en junio.
Más allá de la obligación de los 200 días no una meta caprichosa o un record a alcanzar, sino apenas el paso necesario para intentar aproximarse a otros países más conscientes de la educación como prioridad- cabría preguntarse si se completó el programa, se aprobaron todos los objetivos, se cumplieron todas las actividades, cuánto quedó como materia no vista. ¿Se subsanó la falta de profesores para determinadas asignaturas o se procedió, sin más, a un "aprobado" general como ha venido sucediendo? Siguiendo con los números cabría preguntarse cuántos estudiantes ingresaron en las universidades en las carreras de educación y, sobre todo, cuántos egresaron de ellas este año. El sistema educativo venezolano ha comenzado a sentir el desbalance entre el número de nuevos jubilados y el de aspirantes a una plaza de docentes. Doble problema: el primero, número creciente de solicitudes de jubilación, retraso en el proceso de aprobación y de pago de pensión; el segundo, menos candidatos con vocación y preparación para el magisterio. ¿Cuántos buenos estudiantes aspiran a ser maestros? Para decirlo en términos militares, ahora tan en boga: ¿cuántos soldados se incorporan al ejército de la educación? Si pensamos en los educadores, también hay preguntas elementales para este balance: ¿a cuántos cursos asistieron, cuántos fueron promovidos y por qué mecanismo, funcionó un efectivo desarrollo de carrera? Y desde otro plano: ¿aumentó la motivación entre los profesores y la aceptación social de la carrera? ¿Cuántos supervisores, directores y docentes actuaron como suplentes o encargados y cuántos como titulares? ¿Qué se hizo para la capacitación de los supervisores más allá de cierta prédica ideologizante o proselitista? Y los educandos. Las cifras no hacen sino confirmar esa grave endemia que muestra la debilidad de nuestro sistema educativo y que se manifiesta en los dos grandes males: repitencia y deserción. Compárese, si no, el número de ingresos y de egresos, especialmente en los años tercero, sexto y noveno.
El país tiene derecho a recibir un balance del año escolar.
Y derecho a exigir que sea un balance honesto, que incorpore las estadísticas pero que, además, aborde la pertinencia y la calidad. ¿Por cuánto tiempo y con qué consecuencias puede la educación seguir como tema de segundo orden en la atención del país?
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