José Joaquín Brunner*
El Mercurio,24/07/11
¿Es posible un acuerdo para impulsar cambios y fortalecer nuestra educación superior? Sólo si las partes interesadas tienen la convicción de su necesidad y actúan en consecuencia, partiendo por el nuevo ministro del sector. Para esto es imprescindible concordar sobre el rol estratégico de la educación terciaria como palanca de movilidad social y competitividad económica, factor de innovación y desarrollo regional, y fuente de reflexión y crítica cultural.
A partir de estos supuestos cabe converger en torno a una visión y una agenda de reformas para este sector. Ellas han de estar inspiradas en la trayectoria histórica de nuestra educación terciaria, conformada tempranamente como un sistema mixto de provisión, cuyo carácter público se concibe con independencia de la naturaleza jurídica del proveedor.
Esto significa aceptar la diversidad y el pluralismo del sistema, la coexistencia de proyectos y misiones diferenciadas, grados razonables de competencia, costos compartidos y una conducción estatal ejercida a la distancia con instrumentos de regulación, información, acreditación y rendición de cuentas, junto con el reconocimiento de la autonomía de las instituciones y las libertades académicas de sus miembros.
Tal es el sistema que se ha ido consolidando en Chile durante los últimos 20 años, con un fuerte énfasis en la expansión del acceso, creciente incorporación de estudiantes de los tres quintiles de menores ingresos, una variada oferta de programas vocacionales y académicos y la multiplicación de centros de producción de conocimiento en las ciencias básicas, las ingenierías, las ciencias sociales y humanidades.
Con todo, se ha vuelto evidente que este sistema necesita cambios y ajustes que le permitan profundizar sus rasgos más dinámicos y corregir y superar las fallas, problemas y desequilibrios que han surgido con su mayor complejidad, masificación y responsabilidades.
El eje articulador de un acuerdo para impulsar estas reformas deben ser las relaciones entre el sistema y el Estado, en tres áreas clave.
Primero, la del financiamiento, en sus vertientes de apoyo a los estudiantes y a las instituciones. En ambos casos debería primar la igualdad de trato en el acceso a los recursos de la renta nacional, en función de prioridades de política pública y objetivos de interés general. Urge incrementar la contribución del Estado de modo de alcanzar un equilibrio con el gasto privado, que hoy carga con el peso principal del financiamiento del sistema. No puede haber favoritismo en la asignación de las ayudas estudiantiles según la naturaleza jurídica del proveedor, ni puede esta última envolver privilegios a la hora de asignar los aportes fiscales a las instituciones. Más bien conviene atender a objetivos funcionales -como el fortalecimiento de las universidades regionales, la consolidación de nuestras pocas universidades complejas de investigación y el desarrollo de la educación técnico-vocacional, o de áreas estratégicas como las pedagogías y las humanidades- y a resultados del desempeño.
Segundo, debe garantizarse una adecuada información pública de las instituciones respecto de las características de su organización y funcionamiento. También, una efectiva rendición de cuentas de sus estados patrimonial y financiero, condición ineludible para asegurar transparencia, evitar conflictos de interés, fiscalizar los negocios académicos, asegurar un buen uso de los recursos fiscales y privados y hacer respetar la ley en la distinción entre instituciones con y sin fines de lucro.
Tercero, el Estado debe asumir un rol más activo en la orientación y conducción del sistema, para lo cual necesita mayores capacidades de dirección, normativas, reguladoras y tecno-burocráticas a nivel de un ministerio de educación superior, ciencia y tecnología. A este correspondería establecer una estrategia de desarrollo sustentable para este sector a mediano plazo; perfeccionar los instrumentos públicos de acreditación de instituciones y programas y de evaluación de proyectos y, en general, definir criterios sofisticados de monitoreo, fomento y control. A su lado, un organismo supervisor -público, autónomo y profesionalizado- sería el encargado de garantizar la transparencia y proteger a los estudiantes y usuarios.
Vienen tiempos clave para crear una plataforma de acuerdos y decidir sobre una agenda de cambios. Al Gobierno corresponde guiar este esfuerzo, sin ceder a la tentación de conseguir tranquilidad política a cambio de satisfacer indebidos apetitos corporativos y lobbies poco transparentes.
Todas las instituciones deben ser consultadas, sin discriminaciones. Sus autoridades tendrían así la oportunidad de desplegar sus propuestas al mismo tiempo que sujetan los intereses propios al proceso de deliberación pública. Y las fuerzas sociales y políticas de protesta y oposición podrían mostrar si las mueve más el afán utópico o una efectiva voluntad de modificar los límites de lo real.
A partir de estos supuestos cabe converger en torno a una visión y una agenda de reformas para este sector. Ellas han de estar inspiradas en la trayectoria histórica de nuestra educación terciaria, conformada tempranamente como un sistema mixto de provisión, cuyo carácter público se concibe con independencia de la naturaleza jurídica del proveedor.
Esto significa aceptar la diversidad y el pluralismo del sistema, la coexistencia de proyectos y misiones diferenciadas, grados razonables de competencia, costos compartidos y una conducción estatal ejercida a la distancia con instrumentos de regulación, información, acreditación y rendición de cuentas, junto con el reconocimiento de la autonomía de las instituciones y las libertades académicas de sus miembros.
Tal es el sistema que se ha ido consolidando en Chile durante los últimos 20 años, con un fuerte énfasis en la expansión del acceso, creciente incorporación de estudiantes de los tres quintiles de menores ingresos, una variada oferta de programas vocacionales y académicos y la multiplicación de centros de producción de conocimiento en las ciencias básicas, las ingenierías, las ciencias sociales y humanidades.
Con todo, se ha vuelto evidente que este sistema necesita cambios y ajustes que le permitan profundizar sus rasgos más dinámicos y corregir y superar las fallas, problemas y desequilibrios que han surgido con su mayor complejidad, masificación y responsabilidades.
El eje articulador de un acuerdo para impulsar estas reformas deben ser las relaciones entre el sistema y el Estado, en tres áreas clave.
Primero, la del financiamiento, en sus vertientes de apoyo a los estudiantes y a las instituciones. En ambos casos debería primar la igualdad de trato en el acceso a los recursos de la renta nacional, en función de prioridades de política pública y objetivos de interés general. Urge incrementar la contribución del Estado de modo de alcanzar un equilibrio con el gasto privado, que hoy carga con el peso principal del financiamiento del sistema. No puede haber favoritismo en la asignación de las ayudas estudiantiles según la naturaleza jurídica del proveedor, ni puede esta última envolver privilegios a la hora de asignar los aportes fiscales a las instituciones. Más bien conviene atender a objetivos funcionales -como el fortalecimiento de las universidades regionales, la consolidación de nuestras pocas universidades complejas de investigación y el desarrollo de la educación técnico-vocacional, o de áreas estratégicas como las pedagogías y las humanidades- y a resultados del desempeño.
Segundo, debe garantizarse una adecuada información pública de las instituciones respecto de las características de su organización y funcionamiento. También, una efectiva rendición de cuentas de sus estados patrimonial y financiero, condición ineludible para asegurar transparencia, evitar conflictos de interés, fiscalizar los negocios académicos, asegurar un buen uso de los recursos fiscales y privados y hacer respetar la ley en la distinción entre instituciones con y sin fines de lucro.
Tercero, el Estado debe asumir un rol más activo en la orientación y conducción del sistema, para lo cual necesita mayores capacidades de dirección, normativas, reguladoras y tecno-burocráticas a nivel de un ministerio de educación superior, ciencia y tecnología. A este correspondería establecer una estrategia de desarrollo sustentable para este sector a mediano plazo; perfeccionar los instrumentos públicos de acreditación de instituciones y programas y de evaluación de proyectos y, en general, definir criterios sofisticados de monitoreo, fomento y control. A su lado, un organismo supervisor -público, autónomo y profesionalizado- sería el encargado de garantizar la transparencia y proteger a los estudiantes y usuarios.
Vienen tiempos clave para crear una plataforma de acuerdos y decidir sobre una agenda de cambios. Al Gobierno corresponde guiar este esfuerzo, sin ceder a la tentación de conseguir tranquilidad política a cambio de satisfacer indebidos apetitos corporativos y lobbies poco transparentes.
Todas las instituciones deben ser consultadas, sin discriminaciones. Sus autoridades tendrían así la oportunidad de desplegar sus propuestas al mismo tiempo que sujetan los intereses propios al proceso de deliberación pública. Y las fuerzas sociales y políticas de protesta y oposición podrían mostrar si las mueve más el afán utópico o una efectiva voluntad de modificar los límites de lo real.
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