lunes, 15 de agosto de 2011

El doctorado en educación, ante la inquisición científica

Luis Porter
LAISUM, México, 13/08/11
Los doctorados de antes estaban pensados para formar Leopardos y Leones, príncipes y reyes del conocimiento. La heráldica del posgrado actual se dibuja con gatos, chacales y hienas. De un régimen feudal, hecho de palacios, pasamos a un sistema capitalista, hecho de supermercados. La universidad se debate entre formar seres humanos que buscan la sabiduría o políticos comerciantes que buscan su propio beneficio. En el posgrado actual predomina lo último.

Para desarrollar esta idea me referiré al posgrado en ciencias sociales, pensando en el área de educación, que mejor conozco. El doctorado es el grado académico más alto que se consigue en la universidad, tiene valor en la medida en que es cursado como proceso para refinar los sentidos, profundizar la razón y ser capaz de ver el mundo tal como es y también como quisiéramos que fuera. Tradicionalmente, la concesión de un doctorado implica el reconocimiento de un candidato como igual por parte de la facultad de la universidad en la cual ha estudiado. Es decir, el que cumple con sus requisitos pasa a ocupar un sitio al mismo nivel de sus maestros. Esto hace dependientes a los candidatos a doctor de la importancia de la universidad a la que acudan y de la calidad moral e intelectual de su planta académica. Es decir, si el doctorado está constituido por sabios y conocedores, en un clima y un contexto donde prevalece los valores más altos del intelecto y la sensibilidad humana, el que cumpla con una estancia prolongada entre este tipo de personas y de ambiente, podrá aspirar a ser como uno de ellos. Quien logre su aprobación, será llamado con razón, doctor.

Sin embargo, en las definiciones aun vigentes de lo que se entiende por doctorado, se lo reduce al individuo “capaz de hacer investigación científica”. La idea de llegar a ser una persona puramente reflexiva, o un profesional practicante, es fuente de controversia en la medida en que la inquisición empírica re¬sulta en proponer tesis que en principio no se pueden someter a prueba, por lo que siempre podrán considerarse científicamente dudosas. Lo anterior acrecienta el dilema sobre la importancia y la necesidad de poder aplicar en las llamadas ciencias sociales, y particularmente en la educación, conceptos tan arbitrarios como “rigor metodológico”, “verificabilidad/refutabilidad”, “suficiencia empírica”, u “objetividad”. La lógica aplicada por aquellos que insisten en referirse a “profesionales de alto nivel” debe de reconsiderarse, para aclarar el concepto de “alto nivel” y apartarlo de alguna otra demanda arbitraria como la que define la “buena ciencia”. Sostendremos que un doctorado válido, aceptable y necesario, es el que forma personas sabias, es decir, de alta sensibilidad artística, social y filosófica. Esto obliga a abandonar todos aquellos términos tan arrogantes como prosaicos, propio de la burguesía universitaria, para ingresar a la dimensión de lo poético, de lo profundo sensible y del criterio que solo adquiere el que llega a saber ver y vivir la vida.

Hacemos a un lado, entonces, los vanos esfuerzos de aquellos que pretenden asegurar que un conocimiento nuevo, para que sea válido, debe de ser objetivo, refutable, puesto a prueba, expuesto al escrutinio profesional, etc. y entramos a la lógica que hace de un doctor alguien cuya forma de vida le permite el ejercicio libre de sus capacidades humanas, de las que sobresale la sensibilidad artística, la capacidad ética y poética unido a un amplio conocimiento de la vida y el mundo, que lo ubica entre aquellos escogidos que transitan en el camino del arte de la literatura y de la filosofía, que es decir, la sabiduría. En esta lógica un doctor será aquél capaz de enfrentar la vida y verla como es y también como quisiera que fuera, y que en su libre interpretación del mundo, que no puede pasar por ninguna criba legitimadora tan arbitraria y manipuladora como el método científico, sabe ver su realidad como quien ve un río hecho de tiempo y agua, sin olvidar que el tiempo es otro río, es decir, sabiendo que se perderá igual que el río, junto con los otros rostros que lo acompañan.
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