jueves, 26 de julio de 2012

Educación para quién

Luis Ugalde
El Nacional, 26/07/12

Hay muchas familias que buscan buena educación para sus hijos, pero hay poca conciencia del bajo nivel en que estamos. Es alarmante ver en las encuestas de opinión que la educación nacional no es punto de preocupación, pues va bien. Lo mismo pasaba en las décadas anteriores: todo parecía bien, con más muchachos en las escuelas y en las universidades, y de golpe concluimos que la educación en Venezuela era un "fraude".

Hoy la calidad es peor, pero... Este optimismo inconsciente contrasta con lo que vemos al abordar las realidades educativas: los maestros protestan por el pago efectivo del pobre salario, cercano al mínimo; entre los jóvenes ser educador no es una opción preferente, sino marginal y para los que tienen cerradas otras puertas; en los liceos faltan miles de profesores de matemáticas, física, inglés, biología... y se exonera la ignorancia de los alumnos que no vieron la materia por la falta de profesor.

Como quedamos mal en las mediciones mundiales del aprendizaje, dejamos de medirnos. La educación en valores personales, ciudadanos y la capacitación, está por el suelo. En más de la mitad de las escuelas no hay director titular medianamente preparado para dirigir pedagógicamente. Varios millones de niños y jóvenes están fuera de la escuela, aunque la Constitución manda que estén recibiendo educación de calidad hasta el final de la educación media diversificada. En Educación Superior con un cambio de nombre todo se convirtió en "universidad", en las carreras cortas y las largas ­por igual­ han crecido los números con nuevas creaciones muy inferiores en calidad a aquellas (públicas y privadas) que eran buenas anteriormente. El presupuesto real por estudiante es bajo y sigue bajando, los profesores e investigadores ganan menos de la mitad de hace 10 años, que ya era menos que dos décadas antes. Los homólogos universitarios de otros países de nuestro nivel ganan más y también los profesionales equivalentes fuera de la universidad.

Así, cada vez hay menos posibilidades de que la universidad retenga los mejores talentos del país dedicados a la investigación y docencia universitaria. Ni se diga en primaria y diversificada. Los nada educativos debates y actos de violencia por el control político e ideológico de la educación, no hacen sino agravar ese cuadro lamentable.

En contraste, la Constitución afirma que la educación de calidad es un derecho humano y un deber social fundamental (art. 102). Este deber solo aliados solidariamente lo pueden cumplir el Estado, la familia y la sociedad.

Hoy a más de la mitad de los niños y jóvenes de Venezuela se le niega en la práctica este derecho, pues están fuera de la escuela o en una mala escuela.

Siempre habrá 10% o 20% de la sociedad que busca y consigue una buena educación pagando instituciones privadas o fuera del país. ¿Y los demás? La educación es gravemente deficiente en los sectores más pobres con 7 años de escolaridad promedio (frente a los 12 constitucionalmente requeridos), lo cual perpetúa su pobreza y los condiciona para que no puedan llegar a la universidad, y si algunos, excepcionalmente llegan, lo harán en inferioridad de formación y destinados al fracaso.

La "educación integral y de calidad" para todos (art. 103 de la Constitución) es la batalla que Venezuela debe ganar. Tiene con qué, pero la falsa conciencia de que en educación estamos más o menos bien hace que la calidad (sobre todo en los pobres) no ocupe el lugar prioritario que se requiere ni tenga la verdadera preferencia financiera exigida en la carta magna.

Sin duda, si para los hijos de los generales y de los ministros no hubiera más opción que la escuela oficial de Carapita o el liceo oficial de cualquier ciudad, ellos pondrían todas las fuerzas y presión para incentivar iniciativas plurales de la familia, de la sociedad y del Estado en una educación integral de calidad asequible a todos y "fundamentada en el respeto a todas las corrientes del pensamiento, con la finalidad de desarrollar el potencial creativo de cada ser humano y el pleno ejercicio de su personalidad en una sociedad democrática basada en la valoración ética del trabajo y en la transformación activa, consciente y solidaria en los procesos de transformación social..." (Art. 102 de la Constitución) Hay futuro si somos responsables.

7 comentarios:

  1. Mucho se ha analizado y estudiado la problemática acerca de la educación, pero debemos de darnos cuenta que muchas de nuestras instituciones e incluso nosotros mismos trabajamos en una especie de silo, desvinculados unos de otros. Otra manera de decir que todo existe como parte de un sistema que lo abarca todo, (incluidos los propios sistemas) es decir que todo está interrelacionado.
    Realmente como parte del sistema no hemos dedicado el tiempo necesario para dilucidar las vinculaciones entre los problemas que cada uno intenta resolver. La dedicación exclusiva a un asunto particular no nos da buenos resultados; por el contrario, retarda nuestra capacidad de entender el contexto del problema, de ver el cuadro general. Lejos de distraernos de nuestro progreso, aprender sobre otras cuestiones nos ayudará a hacer grandes avances.
    En este sentido no sólo se trata de dos sistemas interrelacionados, sino que uno es un subsistema del otro. Poniendo un ejemplo: así como el ecosistema terrestre es un subsistema del Planeta solar. Los más importante de estas nuevas percepciones es la de los límites. Para que un sistema exista dentro del otro, el subsistema tiene que adecuarse a las restricciones del sistema matriz.

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  4. Y PARA COMPLEMENTAR EL COMENTARIO ANTERIOR, ANEXO PARTE DE LO ESCRITO POR EL FILÓSOFO ESPAÑOL FERNANDO SAVATER EN SU LIBRO "EL VALOR DE EDUCAR":
    Actualmente coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una
    exclusiva hispánica— el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria
    de todos los vicios e insuficiencias culturales con la condescendiente
    minusvaloración del papel social de maestras y maestros. ¿Que se habla de la
    violencia juvenil, de la drogadicción, de la decadencia de la lectura, del retorno
    de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el diagnóstico que sitúa —
    desde luego no sin fundamento— en la escuela el campo de batalla oportuno
    para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar. Cualquiera diría
    por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radical
    importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo
    institucional, los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima
    audiencia en los medios de comunicación. Como bien sabemos, no es así. La
    opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas
    convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una
    malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es
    incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera
    universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser —¡así son las
    cosas, qué le vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España
    ese dicharacho aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»...
    En los talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a
    un maestro: ¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos
    ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de dignificar el
    magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las mayores
    inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la
    enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza... ¿inferior?
    Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son
    algo así como «fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad
    democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que
    intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al
    desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional
    de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los
    maestros. ¿Qué somos los catedráticos de universidad, los periodistas, los
    artistas y escritores, incluso los políticos conscientes, más que maestros de
    segunda que nada o muy poco podemos si no han realizado bien su tarea los
    primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y ante todo tienen que
    prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por excelencia, el
    sistema mismo de convivencia democrática, que debe ser algo más que un
    conjunto de estrategias electorales...

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  5. En el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan este
    libro— poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria
    en inversión de recursos, en atención institucional y también como centro del
    interés público. Hay que evitar el actual círculo vicioso, que lleva de la baja
    valoración de la tarea de los maestros a su ascética remuneración, de ésta a su
    escaso prestigio social y por tanto a que los docentes más capacitados huyan a
    niveles de enseñanza superior, lo que refuerza los prejuicios que desvalorizan el
    magisterio, etc. Es un tema demasiado serio para que lo abandonemos
    exclusivamente en manos de los políticos, que no se ocuparán de él si no lo
    suponen de interés urgente para su provecho electoral: también aquí la
    sociedad civil debe reclamar la iniciativa y convertir la escuela en «tema de
    moda» cuando llegue la hora de pergeñar programas colectivos de futuro. Es
    preciso convencer a los políticos de que sin una buena oferta escolar nunca
    lograrán el apoyo de los votantes. En caso contrario, nadie podrá quejarse y no
    queda más que resignarse a lo peor o despotricar en el vacío.
    Por supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien
    dotadas se las arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como
    siempre ha ocurrido. Está muy extendido cierto fatalismo que asume como un
    mal necesario que la enseñanza escolar —salvo en sus aspectos más servilmente
    instrumentales— fracasa siempre. En tal naufragio generalizado, cada cual sale a
    flote como puede. Un político amigo mío al que confié mi obsesión por la
    importancia de la formación en los primeros años se mostró escéptico: «a ti de
    pequeño te dieron una educación religiosa y ahora ya ves: ateo perdido; no creo
    que las intenciones de los educadores cuenten finalmente mucho y hasta
    pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo
    (complementado por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de
    un modo u otro) trae en su apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien
    aseguró en cierta ocasión que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y
    psicoanalizar? Sin embargo esta convicción no impidió a Freud preferir el
    imposible gobierno inglés al de la Alemania nazi ni le hizo renunciar a su tarea
    como psicoanalista e instructor de psicoanalistas.
    Al igual que todo empeño humano —y la educación es sin duda el más
    humano y humanizador de todos, según luego veremos—, la tarea de educar
    tiene obvios límites y nunca cumple sino parte de sus mejores —¡o peores!—
    propósitos. Pero no creo que ello la convierta en una rutina superflua ni haga
    irrelevante su orientación ni el debate sobre los mejores métodos con que
    llevarla a cabo. Sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos mejor de lo que
    nosotros fuimos educados encierra un punto paradójico, pues da por supuesto
    que nosotros —los deficientemente educados— seremos capaces de educar
    bien. Si el condicionamiento educativo es tan importante, nosotros los
    maleducados (por ejemplo los que crecimos y estudiamos las primeras letras
    bajo una dictadura) estamos ya condenados de por vida a perpetuar las
    tergiversaciones en las que nos hemos formado; y si hemos logrado escapar al
    destino ideológico que nuestros maestros pretendieron imponernos, ello puede
    indicar que después de todo la educación no es asunto tan importante como
    suelen suponer los conductistas pedagógicos. Katharine Tait, en su delicioso
    libro My Father Bertrand Russell, señala que su ilustre progenitor estaba
    paradójicamente convencido por igual de la importancia de una buena

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  6. educación para sus hijos y de que él personalmente no había sido
    irrevocablemente sellado por el rígido puritanismo de su formación infantil:
    «Puede que él pudiera pensar que el adecuado condicionamiento de los niños
    produciría el tipo de personas debido, pero ciertamente no se consideraba a sí
    mismo como el inevitable resultado de su propio condicionamiento.» Pues bien,
    creo necesario asumir resignadamente esta eventual contradicción para seguir
    adelante con este libro. En cualquier educación, por mala que sea, hay los
    suficientes aspectos positivos como para despertar en quien la ha recibido el
    deseo de hacerlo mejor con aquellos de los que luego será responsable. La
    educación no es una fatalidad irreversible y cualquiera puede reponerse de lo
    malo que había en la suya, pero ello no implica que se vuelva indiferente ante la
    de sus hijos, sino más bien todo lo contrario. Quizá de una buena educación no
    siempre deriven buenos resultados, lo mismo que un amor correspondido no
    siempre implica una vida feliz: pero nadie me convencerá de que por tanto la
    una y el otro no son preferibles a la doma oscurantista o a la frustración del
    cariño...
    Es cierto, sin embargo, que la educación parece haber estado perpetuamente
    en crisis en nuestro siglo, al menos si hemos de hacer caso a las insistentes voces
    de alarma que desde hace mucho nos previenen al respecto. Cuando ahora
    confiese, amiga mía, que este libro responde a mi preocupación por la crisis
    actual de la educación es probable que muchos se encojan de hombros: ese triste
    cuento ya lo hemos oído tantas veces... Aun así, creo que es posible señalar
    peculiaridades inquietantes en el estadio crítico que hoy atravesamos. Por
    decirlo con palabras de Juan Carlos Tedesco, cuyo libro El nuevo pacto educativo
    ha sido una de mis mejores ayudas a lo largo de estas páginas, la crisis de la
    educación ya no es lo que era: «No proviene de la deficiente forma en que la
    educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más
    grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde
    efectivamente orientar sus acciones.» En efecto, el problema educativo ya no
    puede reducirse sencillamente al fracaso de un puñado de alumnos, por
    numeroso que sea, ni tampoco a que la escuela no cumpla como es debido las
    nítidas misiones que la comunidad le encomienda, sino que adopta un perfil
    previo y más ominoso: el desdibujamiento o la contradicción de esas mismas
    demandas.
    ¿Debe la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o
    formar hombres completos? ¿Ha de potenciar la autonomía de cada individuo,
    a menudo crítica y disidente, o la cohesión social? ¿Debe desarrollar la
    originalidad innovadora o mantener la identidad tradicional del grupo?
    ¿Atenderá a la eficacia práctica o apostará por el riesgo creador? ¿Reproducirá
    el orden existente o instruirá a los rebeldes que pueden derrocarlo? ¿Mantendrá
    una escrupulosa neutralidad ante la pluralidad de opciones ideológicas,
    religiosas, sexuales y otras diferentes formas de vida (drogas, televisión,
    polimorfismo estético...) o se decantará por razonar lo preferible y proponer
    modelos de excelencia? ¿Pueden simultanearse todos estos objetivos o algunos
    de ellos resultan incompatibles? En este último caso, ¿cómo y quién debe
    decidir por cuáles optar? Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de las
    anteriores hasta socavar sus cimientos: ¿hay obligación de educar a todo el
    mundo de igual modo o debe haber diferentes tipos de educación, según la
    clientela a la que se dirijan?, ¿es la obligación de educar un asunto público o
    más bien cuestión privada de cada cual?, ¿acaso existe obligación o tan siquiera
    posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone que la capacidad de
    aprender es universal? Pero vamos a ver: ¿por qué ha de ser obligatorio educar?
    Etc., etc.

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  7. Cuando el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la
    fragilidad recelosa de las respuestas disponibles, quizá sea hora de acudir a la
    filosofía. No tanto por afán dogmático de poner pronto remedio al desconcierto
    sino para utilizar éste a favor del pensamiento: hacernos intelectualmente dignos
    de nuestras perplejidades es la única vía para empezar a superarlas. Pero es que
    además el proyecto mismo de la filosofía no puede desligarse de la cuestión
    pedagógica. De vez en cuando, mis respetados maestros y colegas vuelven a
    plantearse la cuestión de cuál sea el gran tema de la filosofía actual: confieso
    que sus respuestas me dejan siempre notablemente insatisfecho. Que si el
    retorno de la religión, que si la crisis de los valores, que si los
    peligros de la técnica, que si el enfrentamiento entre individualismo y comunitarismo...
    cuestiones todas ellas muy adecuadas para ejercer el talento o para disimular
    altisonantemente la carencia de él. Sin embargo el tema de la educación, que
    engloba todos los anteriores y muchos otros (obligando además a que aterricen
    en el quehacer social), casi nunca lo oigo mencionar como asunto principal. Por
    lo visto es algo demasiado sectorial, demasiado especializado, demasiado
    funcional y modesto para suscitar la atención prioritaria de los grandes
    especuladores de hoy... aunque no lo fuese para muchos tampoco malos de los
    de ayer, como Montaigne, Locke, Rousseau, Kant o Bertrand Russell. Incluso
    hubo uno, John Dewey, que llegó a definir la filosofía como «teoría general de la
    educación», incurriendo quizá en una exageración pero no en un absurdo. En
    cualquier caso, mi opinión está más cerca de esa hipérbole que de otras
    declamaciones aparentemente sublimes que convierten a los filósofos en
    sacristanes o en auxiliares de laboratorio.

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