Lázaro Álvarez
Tal Cual, 21/07/12
Pareciera evidente que la intervención del Estado en las universidades se justificaría sólo si fuese para garantizar aún más la pureza de la autonomía misma. Por ello, la relación de la universidad con el Estado (bajo cualquier gobierno) debe necesariamente ser tensa e incómoda, así como su propia relación interna entre autonomía, pertinencia social y competencias.
Pero nunca ha sido un don concedido generosa- mente: dicha autonomía le ha costado a la universidad venezolana más de cincuenta años de luchas.
Y ha sido la lucha de todas las universidades.
Desde las primeras, como la de Bologna y la de París, estas instituciones nacieron como centros de saber; frente al desbordamiento de scholars que querían oír a los más grandes maestros, hubo que autorizar abrir escuelas fuera de los monasterios. Tal es el caso de Pedro Abelardo, cuya libertad y brillantez le ganaron fama pero, también, la enemistad de la Iglesia. Para Derrida, fue el fundador de la profesión de profesor. Y para Emile Durkheim su experiencia también es fundadora de la naturaleza esencial de las universidades: "Las corporaciones universitarias de la Edad Media eran agrupaciones privadas comparables a los gremios de oficios; no dependían directamente de los poderes públicos. Esta independencia es igualmente necesaria para las nuevas universidades ya que la ciencia que cultivan y enseñan debe ser libre".
Igual decía Schelling en sus Lecciones de 1803: "...Ya es harto conocido y aceptado que las universidades son instrumentos del Estado (...) El Estado está facultado indiscutiblemente para suprimir completamente las universidades o convertirlas en escuelas industriales, u otras similares, pero no puede suprimirlas sin abolir, al mismo tiempo, la vida de las ideas y el movimiento científico más libre".
Y en El Conflicto de las Facultades, que escribió Kant en 1794 para resistir a la acometida conservadora luego de la muerte de Federico II, se hace una reseña del desarrollo histórico y necesario del concepto de autonomía, entendida como la construcción de un espacio de libertad para la crítica fundada en la razón. Las universidades, son, en consecuencia, por su misma naturaleza y su función, espacios autorizados para definir sus propias normas de funcionamiento.
Para Nietzsche, tampoco la cultura y la inteligencia deberían subordinarse al Estado. Pues, así el saber se convertiría en un saber burocrático. El mismo Nietzsche, igual que Schopenhauer, se burlaba de la nominación por el Estado de sus "pensadores libres".
En el siglo XIX, John H. Newman definió la universidad moderna como un lugar para la comunicación y la circulación del pensamiento en un campo extenso de saberes: "...es la comunidad de estudiantes y profesores que se reúnen para pensar". Para Jean Paul Sartre: "La universidad está hecha para hombres capaces de dudar". Para Robert Hutchins: "...es el espacio recogido para meditar los problemas del mundo". Y casi en el mismo sentido para Karl Jaspers: "...es el recinto sagrado de la razón".
Condicionado por la crisis política y cultural de la España de comienzos del siglo pasado, la visión de José Ortega y Gasset pareciera más convencional por ser más pragmática y circunstancial: la universidad debe esencialmente combatir la chabacanería del españolito de a pie.
Pero, en general, la Universitas, para serlo esencialmente, debe ser espacio para la libre búsqueda de la verdad desde cualquier visión del mundo. Posibilidad del pensamiento. Pero también y por lo mismo, espacio para la crítica, la emancipación, el pluralismo, el disenso y la discusión argumentada. Precisamente por ser la casa de la razón y el espacio más propio de producción de conocimiento, representa la experiencia democrática más radical y su estructura debe ser la de una sociedad de iguales con autogobierno y cogobierno. Si esta función crítica y creadora no es ya una contribución social, entonces lo que se desea es convertir a las universidades en instituciones de otra naturaleza: oficinas adicionales y autoritarias de gobierno, empresas o institutos de profesionalización en serie que produzcan profesionales como chorizos, simples centros de adiestramiento ideológico o "liceos más grandes". Además de que se confundiría su función y su esencia con la de Mercal, el INCEs, las Misiones, los ministerios, los liceos, o los hospitales.
La universidad siempre ha estado en crisis, así como siempre ha de ser crítica.
Pero no en el sentido de la crisis de aquellos que gustan pescar en las aguas revueltas. Ni la de quienes atacan la inclinación mercantilista del saber en pro de una más lamentable estatización banalizante y sometedora de la misma. Si revisamos su historia, en la medida en que encarna el principio más caro de la ilustración y de la civilización occidental, la universidad es, necesariamente, estado de crisis perpetuo de las necesidades del espíritu. Esta necesidad es crisis porque así es el espacio esencial del pensamiento creador siempre en movimiento y en libertad. Y la verdadera inteligencia es la puesta en duda de las verdades convertidas en dogmas. Ya lo decía Nietzsche, "las verdades están hechas para ser criticadas, no para ser idolatradas".
Pierre Bordieu consideraba que las universidades no eran un aparato sino un campo, un espacio de luchas: "Es un espacio de juego, potencialmente abierto, con fronteras dinámicas". No son espacios homogéneos e inmutables sino lugares donde es esencial el conflicto y la diferencia para su vitalidad intelectual y moral. Por tanto, nada más lejano del control ideológico y la intolerancia. Esta naturaleza necesariamente libre del espacio del saber es lo que le origina los ataques de los dogmáticos, de los grupos de privilegios, y de los de la chatura intelectual del fanático esquematismo "revolucionario". En su Universidad sin condición, Jacques Derrida va más lejos: "(...) Dicha universidad exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad".
Quizá retrocedamos ahora a los tiempos en que, en 1811, el Gran Rector Luis de Fontanes pedía sumisión a Napoleón: "La universidad no tiene sólo por objeto formar oradores y sabios, antes que todo, ella debe al Emperador sujetos fieles y devotos". Pero ello, a costa de convertir a la universidad en un "cadáver sin dignidad". No hay que confundir, por tanto, la transmisión del saber con la "transmisión del poder". Pues, si bien no se debe permitir la mercantilización del saber, tampoco podemos permitir su degradación y su manipulación. Las universidades libres o que aspiran a serlo siempre más son el riesgo que necesariamente todo gobierno verdaderamente democrático tiene que correr.
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