Renate Marsiske Schulte
Perfiles Educativos, México, 2004
El problema de la autonomía universitaria (Laguardia, 1977; Barquín, 1979; Levy, 1979), que en el fondo es el problema de las relaciones entre una corporación e instancias externas de decisión, es en sí muy complejo y delicado. Es el reclamo de la universidad corporativa de una independencia sustancial, es la condición necesaria para que la institución pueda cumplir con sus tareas. La universidad debe su existencia legal a un acto de una autoridad externa, normalmente el Estado; el instrumento de incorporación describe de manera detallada lo que la universidad puede hacer y lo que no puede hacer con sus propiedades, sus finanzas, en su relación con otras instituciones o con sus miembros.
Desde el punto de vista jurídico, autonomía universitaria significa la posibilidad que tiene una comunidad de darse sus propias normas, dentro de un ámbito limitado por una voluntad superior que para el caso sería la del Estado. Esta capacidad que permite a una comunidad ordenarse a sí misma implica la delegación de una facultad que anteriormente se encontraba centralizada en el Estado (Barquín, ibid., p. 3).
La autonomía universitaria tiene tres aspectos: el de su propio gobierno, el académico y el financiero. El primer punto permite que la universidad legisle sobre sus propios asuntos, se organice como le parezca mejor, elija a sus autoridades y al rector, según los requisitos que ellos mismos señalan. La parte académica de la autonomía universitaria implica que la universidad puede nombrar y remover su personal académico según los procedimientos convenidos, seleccionar a los alumnos según los exámenes que ella misma implanta, elaborar sus planes de estudio, expedir certificados, títulos etc. También garantiza la libertad de cátedra que no se debe confundir con la autonomía misma. El aspecto financiero permite la libre disposición que de su patrimonio tiene la universidad y la elaboración y el control de su propio presupuesto.
De manera formal, una universidad es autónoma en la medida en que es libre de tomar dentro de su propia organización y por medio de sus propios procedimientos las decisiones relacionadas con su legislación y administración. Pero una autonomía efectiva necesita algo más que lo implicado en esta definición formal. Implica también que la organización de la universidad deba ser tal que asegure a sus miembros, sobre todo los miembros del personal académico, una parte reconocida e importante en la toma de decisiones, en especial en lo referente a las políticas académicas. Éste es el fondo de todo el asunto. Es decir, existe una interrelación forzosa entre la ciencia moderna y la democracia, como posibilidad permanente de cambio y ésta a su vez garantizada en las universidades por la autonomía universitaria (Sánchez, 1979, p. 275).
Las universidades existen para servir a la sociedad de la que reciben el apoyo moral y material. Por ello son objeto de observación y crítica públicas y tienen que ser sensibles a la opinión fundamentada y responsable. Pero más allá de esto, la universidad tiene que servir a los intereses a más largo plazo del avance del conocimiento, y por ello tiene la obligación no sólo con su propia sociedad, sino con la comunidad mundial de la ciencia.
La esencia del asunto es que una buena universidad no es simplemente un agregado de agencias funcionales separadas, sino una comunidad en la que sus diferentes elementos se mantienen unidos y son inspirados por un solo fin intelectual, y la interacción es lo más libre posible de todas sus personalidades y disciplinas.
El conocimiento histórico debe ser el punto de partida para crear, mediante la reflexión rigurosa, racional, global y crítica, categorías y conceptos descriptivos, interpretativos y/o explicativos del fenómeno universitario latinoamericano y sus autonomías. La idea de la necesidad de dar autonomía a la universidad aparece como constante desde finales del siglo XIX y principios del siglo XX, se repite en muchos discursos, congresos estudiantiles (Marsiske, 1998, p. 539), se manifiesta en diversos proyectos de ley y es parte de una demanda constante. Esta preocupación por la autonomía universitaria ha sido permanente:
Desde el punto de vista jurídico, autonomía universitaria significa la posibilidad que tiene una comunidad de darse sus propias normas, dentro de un ámbito limitado por una voluntad superior que para el caso sería la del Estado. Esta capacidad que permite a una comunidad ordenarse a sí misma implica la delegación de una facultad que anteriormente se encontraba centralizada en el Estado (Barquín, ibid., p. 3).
La autonomía universitaria tiene tres aspectos: el de su propio gobierno, el académico y el financiero. El primer punto permite que la universidad legisle sobre sus propios asuntos, se organice como le parezca mejor, elija a sus autoridades y al rector, según los requisitos que ellos mismos señalan. La parte académica de la autonomía universitaria implica que la universidad puede nombrar y remover su personal académico según los procedimientos convenidos, seleccionar a los alumnos según los exámenes que ella misma implanta, elaborar sus planes de estudio, expedir certificados, títulos etc. También garantiza la libertad de cátedra que no se debe confundir con la autonomía misma. El aspecto financiero permite la libre disposición que de su patrimonio tiene la universidad y la elaboración y el control de su propio presupuesto.
De manera formal, una universidad es autónoma en la medida en que es libre de tomar dentro de su propia organización y por medio de sus propios procedimientos las decisiones relacionadas con su legislación y administración. Pero una autonomía efectiva necesita algo más que lo implicado en esta definición formal. Implica también que la organización de la universidad deba ser tal que asegure a sus miembros, sobre todo los miembros del personal académico, una parte reconocida e importante en la toma de decisiones, en especial en lo referente a las políticas académicas. Éste es el fondo de todo el asunto. Es decir, existe una interrelación forzosa entre la ciencia moderna y la democracia, como posibilidad permanente de cambio y ésta a su vez garantizada en las universidades por la autonomía universitaria (Sánchez, 1979, p. 275).
Las universidades existen para servir a la sociedad de la que reciben el apoyo moral y material. Por ello son objeto de observación y crítica públicas y tienen que ser sensibles a la opinión fundamentada y responsable. Pero más allá de esto, la universidad tiene que servir a los intereses a más largo plazo del avance del conocimiento, y por ello tiene la obligación no sólo con su propia sociedad, sino con la comunidad mundial de la ciencia.
La esencia del asunto es que una buena universidad no es simplemente un agregado de agencias funcionales separadas, sino una comunidad en la que sus diferentes elementos se mantienen unidos y son inspirados por un solo fin intelectual, y la interacción es lo más libre posible de todas sus personalidades y disciplinas.
El conocimiento histórico debe ser el punto de partida para crear, mediante la reflexión rigurosa, racional, global y crítica, categorías y conceptos descriptivos, interpretativos y/o explicativos del fenómeno universitario latinoamericano y sus autonomías. La idea de la necesidad de dar autonomía a la universidad aparece como constante desde finales del siglo XIX y principios del siglo XX, se repite en muchos discursos, congresos estudiantiles (Marsiske, 1998, p. 539), se manifiesta en diversos proyectos de ley y es parte de una demanda constante. Esta preocupación por la autonomía universitaria ha sido permanente:
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