Eduardo Ibarra Colado
LAISUM, México, 06/05/12
Para conocer al animal
Desde que iniciamos la aventura de crear este portal, hace ya casi cinco años, nos alentó el reto de mostrar la diversidad y complejidad de las universidades públicas mexicanas, trascendiendo así las apreciaciones generales y la mala retórica. Siempre hemos sostenido que conocer a las universidades implica entrar en contacto directo con ellas e invertir tiempo y esfuerzo para mirarlas con cuidado y detalle, dejando de lado las toscas declaraciones, las frases hechas y el sentido común. Se trata de ensuciarse las manos para apreciar los bordes y pliegues de su hechura, esa que se han ido tejiendo pacientemente a lo largo del tiempo, hasta conformar el entramado institucional que las hace realidades únicas construidas localmente. Generalmente poco se sabe cuando de historias particulares se trata, de esas que implican nombres, apellidos y señas de identidad vinculadas a acciones, dislates y verdades inconfesables que sus personeros prefieren negar guardando silencio, pues saben muy bien quién decide, quién dio la orden y por qué se desencadenaron los acontecimientos.
Las entrañas de nuestras universidades se encuentran encubiertas por un discurso oficial que sólo proyecta logros, buenas realizaciones y legalidad. Sin embargo, detrás de los juegos discursivos que engalanan ceremonias y eventos, perviven las relaciones realmente existentes, esas que se desea mantener ocultas y en el silencio porque mostrarían una historia muy distinta de la que se proyecta oficialmente: el Rey se mostraría tal cual es, desnudo y exhibiendo sus miserias, si diéramos cuenta puntual de cómo ejerce realmente el poder, si documentáramos la manera en la que utiliza y saca ventaja de los recursos a su resguardo, o si atáramos los cabos sueltos para hacer visibles los grupos de interés y las cofradías que protege y de las que forma parte.
Es mucho más lo que deseamos saber de cada una de las universidades públicas que pueblan el país. Por ejemplo, nos hemos estado preguntando qué hay detrás del tamaño de cada institución, del número de plazas, a veces excesivo, y de su distribución, que casi nunca atiende las necesidades reales de las dependencias y sus cargas de trabajo. Aquí juegan un papel relevante los sindicatos, prestos a negociar con cada contrato, las canonjías que reclaman a las autoridades para no alterar la vida institucional, es decir, para no afectar sus posibilidades a futuro para continuar viviendo del presupuesto. Valdría la pena preguntarnos qué efectos produce en una institución la presencia de uno o más sindicatos, y si ellos son “gremios de casa” –charros pues– o de los autodenominados “independientes”. Nos preocupa también comprender la función que cumple el aparato normativo de la institución, pues establece las reglas que conducen las relaciones entre órganos, determinando sus atribuciones y responsabilidades, y ese balance interno que explica cómo operan las autoridades que encabezan a la universidad, con orden y apegados a derecho cuando existen los equilibrios de poder, o de manera despótica y autoritaria cuando se goza de un control pleno de sus estructuras y recursos. Y qué decir del aparato burocrático de cada universidad, que en no pocas ocasiones se muestra excesivo y redundante, ya que debe atender las demandas del funcionario en turno, que sabe que la primera ganancia que le otorga su posición se encuentra en la disposición de los recursos: el gasto comienza precisamente allí, en su espacio burocrático más íntimo, para integrar a su equipo de trabajo, a su grupo de confianza, a la cohorte del rey.
Las entrañas de nuestras universidades se encuentran encubiertas por un discurso oficial que sólo proyecta logros, buenas realizaciones y legalidad. Sin embargo, detrás de los juegos discursivos que engalanan ceremonias y eventos, perviven las relaciones realmente existentes, esas que se desea mantener ocultas y en el silencio porque mostrarían una historia muy distinta de la que se proyecta oficialmente: el Rey se mostraría tal cual es, desnudo y exhibiendo sus miserias, si diéramos cuenta puntual de cómo ejerce realmente el poder, si documentáramos la manera en la que utiliza y saca ventaja de los recursos a su resguardo, o si atáramos los cabos sueltos para hacer visibles los grupos de interés y las cofradías que protege y de las que forma parte.
Es mucho más lo que deseamos saber de cada una de las universidades públicas que pueblan el país. Por ejemplo, nos hemos estado preguntando qué hay detrás del tamaño de cada institución, del número de plazas, a veces excesivo, y de su distribución, que casi nunca atiende las necesidades reales de las dependencias y sus cargas de trabajo. Aquí juegan un papel relevante los sindicatos, prestos a negociar con cada contrato, las canonjías que reclaman a las autoridades para no alterar la vida institucional, es decir, para no afectar sus posibilidades a futuro para continuar viviendo del presupuesto. Valdría la pena preguntarnos qué efectos produce en una institución la presencia de uno o más sindicatos, y si ellos son “gremios de casa” –charros pues– o de los autodenominados “independientes”. Nos preocupa también comprender la función que cumple el aparato normativo de la institución, pues establece las reglas que conducen las relaciones entre órganos, determinando sus atribuciones y responsabilidades, y ese balance interno que explica cómo operan las autoridades que encabezan a la universidad, con orden y apegados a derecho cuando existen los equilibrios de poder, o de manera despótica y autoritaria cuando se goza de un control pleno de sus estructuras y recursos. Y qué decir del aparato burocrático de cada universidad, que en no pocas ocasiones se muestra excesivo y redundante, ya que debe atender las demandas del funcionario en turno, que sabe que la primera ganancia que le otorga su posición se encuentra en la disposición de los recursos: el gasto comienza precisamente allí, en su espacio burocrático más íntimo, para integrar a su equipo de trabajo, a su grupo de confianza, a la cohorte del rey.
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