Enrique Condés Lara
LAISUM, México, 17/05/12
La
autonomía ha sido fundamental para el desarrollo de las universidades
públicas nacionales. Las pretensiones no académicas de grupos del poder
público y de partidos, de la Iglesia católica y de grupos empresariales,
por imponer sus dictados a las instituciones de educación superior se
han topado a lo largo de la historia contemporánea del país con esa
figura jurídica que preserva la libertad de cátedra, otorga a los
universitarios la facultad de elegir sus autoridades y de formular sus
planes y programas de estudio.
No fue fácil alcanzar dicho status. Con
frecuencia, durante el México posrevolucionario, no pocos gobernantes,
diversos dignatarios religiosos y connotados empresarios intentaron
controlar o manipular los destinos de las universidades, imponiéndoles
autoridades, determinando su orientación.
Luego de muchos esfuerzos, en junio de 1980, la autonomía se elevó a rango constitucional. Fue la consagración de una relación institucional entre el poder público y las universidades que permitió tanto al uno como a las otras estar en mejores condiciones para cumplir apropiadamente sus responsabilidades. Finalizaba así una era de interferencias externas al normal desenvolvimiento de las actividades docentes y de investigación que frecuentemente estuvo acompañada de disturbios dentro y fuera de las casas de estudio. A su vez, se abrió paso una alentadora colaboración entre las instituciones educativas, el poder público y diversos segmentos de la sociedad. No obstante, los centros de educación superior enfrentan en la actualidad una nueva amenaza: las acciones originadas y ejecutadas desde su interior y encaminadas a usarlos como trampolines políticos. No se trata de un peligro fraguado fuera de estas instituciones como sucedía con cierta frecuencia en el pasado; en esta ocasión procede, por el contrario, de su interior, de personalidades y grupos de poder que, ubicados en las universidades y no pocas veces fabricados en ellas, las usan para escalar o, más bien, para brincar a puestos de gobierno. Y no es el caso de profesores o investigadores brillantes que en un momento dado son nombrados funcionarios públicos o son postulados como candidatos para un cargo de elección popular por algún partido político. Muchas veces, tales universitarios tienen muy bien ganada la confianza que se deposita en ellos para ocupar puestos de responsabilidad gubernativa que podrían permitir a este país contar con mejores funcionarios públicos. El problema aparece cuando los altos funcionarios universitarios emplean sus posiciones como medio para conseguirse una candidatura o para brincar a un cargo gubernamental. Introducen una perversión en la vida y en la cotidianeidad institucional universitaria que puede llegar a ser grave. Poco a poco, conforme se acercan o lo demandan los tiempos políticos, y no las necesidades académicas, su comportamiento y definiciones colocan en el centro de su actividad la aspiración a una candidatura o a un nombramiento; lo hacen desde la estructura universitaria, apoyándose en los recursos y en la proyección que ofrece la institución educativa. Su repetida presencia en actos públicos al lado de gobernadores o de funcionarios estatales o federales de primer nivel, deja de ser expresión de una necesaria relación interinstitucional y deviene en manifestación de un tejido político que se construye con el fin de catapultar a una persona so pretexto de la necesidad de acercar la universidad a “la sociedad”. La acusada presencia de la Universidad en los medios informativos en lugar de reflejar la actividad y logros de la institución, sirve para la promoción personal de los rectores. El fomento de obras, algunas de ellas muy aparatosas y costosas, deja de corresponder a necesidades sociales o a dinámicas universitarias reales como serían el incremento de la demanda de servicios educativos, la necesidad de superación de niveles, la ampliación de servicios y el fortalecimiento de la investigación científica en curso, para ser, cada vez más, consecuencia de compromisos políticos y artificio para proyecciones extra-universitarias. Se trata de campañas políticas personales a gran escala, carentes sentido o contenido universitario, sin ninguna regulación o control y solventadas con fondos públicos y cuyo único fin es promover la carrera política de funcionarios universitarios. El protagonismo de rectores en foros y tribunas de la más variada condición y calidad, debatiendo, enjuiciando y opinando sobre multitud de temas y asuntos, muchos sin relación con la función universitaria, la educación, la cultura y la ciencia o, al menos, con la especialidad profesional de los ponentes, no representa en sí la superación de la condición de “torre de marfil” de las universidades, tan criticada por los movimientos estudiantiles de los años sesenta a ochenta, sino la corrupción de tal aspiración. El mejor Rector, dijo en alguna ocasión el Ing. Luis Rivera Terrazas, rector de la Universidad Autónoma de Puebla de 1976 a 1981, es “el que no se ve”. Hay algo de fondo en todo esto; algo que funciona mal y está permitiendo que no arriben a la conducción de las universidades las personas adecuadas; es decir, los universitarios más destacados y calificados, aquellos con largas trayectorias como docentes e investigadores en las que descollaron sobre sus pares y que entienden los cargos universitarios como posible culminación de un largo recorrido y no como peldaño para una carrera política. La Universidad, que es institución de cultura y no un sindicato, un partido político o una empresa, necesita tener al frente a los mejores y no a los más políticos; esto es, a los que por su cultura, su calidad académica, sus aportes científicos y su trabajo como docentes, han ganado la estima y el reconocimiento de los que son semejantes a ellos: las academias y los investigadores, no tanto la de grupos políticos, de activistas estudiantiles o de personeros del gobierno. Esta clase de universitarios, que han vivido en y para la universidad, tienen a la institución educativa como eje y fin de sus preocupaciones. No olvidemos que todavía hay en el mundo muchas personas que no tienen como fin en la vida acumular dinero como sea, aparecer en televisión, figurar en las páginas de sociales o hacerse de mucho poder político. ¿Cómo, entonces, es que llegaron hasta donde han llegado, los que no debieran estar donde están? Hace falta una profunda recapitulación nacional sobre ello. Y para evitar confusiones, malos entendidos y falsas discusiones, es necesario precisar que no se busca coartar las aspiraciones legítimas o los derechos constitucionales de nadie. Vale que cualquier profesor, estudiante o funcionario universitario, intente ser lo que quiera, incluyendo por supuesto una diputación, alguna senaduría, algún cargo gubernamental, la conducción de una próspera empresa, etc. Lo que no está bien es utilizar a la institución educativa para tales propósitos. Pero hay que señalar también que no todos tienen las mismas posibilidades para usar la estructura y los recursos universitarios: no las tienen los estudiantes, un profesor o algún investigador. En cambio, los altos funcionarios sí las tienen. Enfoquemos en consecuencia la mirada hacia ellos. Hay que insistir en que los rectores y los principales funcionarios universitarios no deben ocupar o aceptar cargos directivos en un partido político o alguna confesión religiosa; más aún, que necesitan cancelar su militancia y compromisos partidistas durante el tiempo que en que permanezcan como directivos universitarios y mantener en la esfera de la vida privada sus creencias y prácticas religiosas. No deben, por otra parte, manejar, poseer o tener intereses en instituciones educativas privadas o en empresas susceptibles de ser beneficiadas o afectadas de alguna manera con los gastos, obras e inversiones propias de una universidad pública. Asimismo, necesitan comprometerse formalmente a no interrumpir su encargo universitario para ser candidatos o para brincar a un cargo gubernamental. Cierto es que, en tanto ciudadanos, no tienen impedimento legal para aceptar una postulación o un nombramiento oficial, pero también es cierto que su condición de Rectores en funciones debería llevarlos (éticamente hablando) a descartar algún ofrecimiento de ese tipo. De cualquier forma está siendo hora de abrir la discusión y legislar sobre el asunto.
Enrique Condés Lara
Investigador de tiempo completo de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y autor de varios libros. |
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