Vladimir Aguilar C
El Nacional, 04/05/12
Este artículo pretendemos plantearlo a partir de las siguientes interrogantes: ¿Nos interesa lo que pasa en el mundo? ¿Nos interesa lo que acontece en el país? ¿Nos interesa lo que ocurre en la universidad? ¿Nos interesa lo que sucede en la facultad? ¿Nos incumbe lo que el profesor está diciendoenseñando en la cátedra? La respuesta a estas interrogantes las intentaremos dilucidar con otra pregunta: ¿Cómo encajar en el mundo, el país, la universidad, la facultad y la cátedra lo que hago como estudiante, obrero, empleado o profesor, pero, sobre todo, lo que realizamos como ciudadanos? En otras palabras: ¿Lo que hacemos tiene algún sentido en el mundo, el país, la universidad, la facultad y la cátedra en la que estamos viviendo, que no sea algo que está al margen? Nuestra primera conclusión: no podemos cerrarnos a lo que ocurre en el mundo, en el país, en la universidad, en la facultad y en la cátedra porque la misma alambrada que le impide al mundo, al país, a la universidad, a la facultad y a la cátedra entrar en nosotros nos impediría salir a nosotros mismos. Entonces, ¿qué hacemos como estudiantes pero sobre todo como ciudadanos aquí? Cuesta mucho trabajo entender por qué la enseñanza hoy, de un lado y del otro, del lado de quien enseña y del lado de quien aprende, no está cumpliendo con lo que debe concebirse como la misión fundamental de la universidad: formar ciudadanos. Con los cambios que ocurrieron en el mundo, se ingresó (y afortunadamente había que entrar) en la masificación de la enseñanza.
Lo que antes era para pocos se convirtió en algo a lo que pueden acceder todos, pero muchísimo más que antes. Así, la universidad se llenó de estudiantes que están en ella para aprender, pero resulta que la universidad no tiene las condiciones para enseñar. No se puede enseñar con dignidad en clases multitudinarias, en infraestructuras paupérrimas y con salarios caídos.
En nuestro caso, 40% de supuesto aumento salarial que acaba de ser decretado no cubre ni siquiera 40% del esfuerzo que realizamos en cumplir con las tres misiones que nos asigna la propia universidad: docencia, investigación y extensión. Las tres misiones que cumplimos a cabalidad, no son la expresión y mucho menos el resultado de una asignación salarial digna.
No podría saber cuál es el caso del resto de los colegas y de los burócratas de la universidad. Lo que sí es claro es que si la universidad no cumple con el país es más por la desidia y abulia de los hombres y mujeres que la integran, que por el objetivo social para lo cual fue creada.
La universidad hoy más que nunca tiene razón de ser y existir, sin embargo, algunos de quienes forman parte de ella (estudiantes, obreros, empleados y profesores) están cada vez más lejos de su misión principal: la formación de ciudadanos.
En consecuencia, en la actualidad hay un vínculo estrecho entre una enseñanza que deforma y un bajo nivel de ciudadanía. Ante esto qué hacer (¿Quo vadis?): uno, constituirnos en defensores de la universidad como academia; como espacio para el disentimiento; como el lugar para soñar, en fin, como el necesario nicho de todo poder creador.
Dos, lo anterior implicaría que nos constituyamos en estudiantes, obreros, empleados y profesores hormonales para parafrasear la idea de José Saramago, premio Nobel de Literatura tratando de que en cada una de nuestras actitudes cotidianas como universitarios tengamos la capacidad, por conducto de nuestras acciones y reacciones, de activar la hormona de la obligación ética de la responsabilidad y, sobre todo, de la creatividad humana, reafirmando el compromiso como seres vivos que somos con el presente, pero, sobre todo, con un futuro que nos aguardará en la medida en que sea construido más humanamente.
Lo que antes era para pocos se convirtió en algo a lo que pueden acceder todos, pero muchísimo más que antes. Así, la universidad se llenó de estudiantes que están en ella para aprender, pero resulta que la universidad no tiene las condiciones para enseñar. No se puede enseñar con dignidad en clases multitudinarias, en infraestructuras paupérrimas y con salarios caídos.
En nuestro caso, 40% de supuesto aumento salarial que acaba de ser decretado no cubre ni siquiera 40% del esfuerzo que realizamos en cumplir con las tres misiones que nos asigna la propia universidad: docencia, investigación y extensión. Las tres misiones que cumplimos a cabalidad, no son la expresión y mucho menos el resultado de una asignación salarial digna.
No podría saber cuál es el caso del resto de los colegas y de los burócratas de la universidad. Lo que sí es claro es que si la universidad no cumple con el país es más por la desidia y abulia de los hombres y mujeres que la integran, que por el objetivo social para lo cual fue creada.
La universidad hoy más que nunca tiene razón de ser y existir, sin embargo, algunos de quienes forman parte de ella (estudiantes, obreros, empleados y profesores) están cada vez más lejos de su misión principal: la formación de ciudadanos.
En consecuencia, en la actualidad hay un vínculo estrecho entre una enseñanza que deforma y un bajo nivel de ciudadanía. Ante esto qué hacer (¿Quo vadis?): uno, constituirnos en defensores de la universidad como academia; como espacio para el disentimiento; como el lugar para soñar, en fin, como el necesario nicho de todo poder creador.
Dos, lo anterior implicaría que nos constituyamos en estudiantes, obreros, empleados y profesores hormonales para parafrasear la idea de José Saramago, premio Nobel de Literatura tratando de que en cada una de nuestras actitudes cotidianas como universitarios tengamos la capacidad, por conducto de nuestras acciones y reacciones, de activar la hormona de la obligación ética de la responsabilidad y, sobre todo, de la creatividad humana, reafirmando el compromiso como seres vivos que somos con el presente, pero, sobre todo, con un futuro que nos aguardará en la medida en que sea construido más humanamente.
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