Julio María Sanguinetti
El País, 29/05/11
El intelectual, ese personaje que se institucionalizó en Francia con ocasión del caso Dreyfus y se instaló en el mundo contemporáneo con el brillo de las estrellas, no deja de ser motivo de titulares y debates. Naturalmente, el intelectual no es simplemente un escritor, un pintor, un historiador, un sociólogo o un filósofo; es cualquiera de ellos pero en actitud de opinador -y juez- universal. Así sigue intacto en Francia (y algo parecido en España), ubicado en la pantalla de la televisión tanto o más que muchos políticos, aunque sin su compromiso. Promocionado como una estrella de teleteatro, se arroga el derecho de cuestionar al sistema que lo hace parte de una farándula glamorosa de la que pocos escapan. No es así en Estados Unidos, donde los grandes medios los ignoran y muy pocos pretenden ser la conciencia universal. Por eso mismo Woody Allen, el más sofisticado de los cineastas norteamericanos, llama la atención en Europa cuando dice que él no es un intelectual, sino alguien que, simplemente, hace películas.
Lo más significativo del intelectual es su intervención constante en el debate público, donde se abren claramente dos categorías distintas: los intelectuales de países comunistas o autoritarios, manipulados orgánicamente por el poder; y los de democracias occidentales, normalmente críticos, enojados con sus países, como bien cuenta Edward Shills, en su clásico Los intelectuales y el poder, que escribió justamente para intentar explicar por qué en Occidente sus más agudos detractores son los que más disfrutan de sus libertades y hasta de sus comodidades. Naturalmente, hay de los otros, los reales, los que no viven pasando gato por liebre, los que siendo filósofos ayudan a razonar, o practicando la sociología aportan datos para entender. Estamos pensando, en el pasado, en Max Weber, Norberto Bobbio o Raymond Aron y en el presente en gente como Giovanni Sartori, Carlos Fuentes o Fernando Savater.
No hay comentarios:
Publicar un comentario