Fernando Rodríguez
Tal Cual, Editorial, 16/05/11
Este debe ser de los pocos regí- menes deformes de esta hora de la humanidad que no sólo no ha entendido que no se puede sobrevivir en el mundo del conocimiento, una inmensa e incesante revolución tecnológica y la hipercompetencia económica, sin constituir elites muy entrenadas para enfrentar semejantes retos y no caer en el deplorable depósito de los países fallidos y sin destino, sino que intenta destruir los muy relativos logros que se habían conseguido en el camino de nuestra modernización. Es probable que sea uno de los aspectos más infames del populismo porque sus efectos son a largo plazo y su sanación costosa y lenta.
Por supuesto que no se me escapa que la palabra élite es vocablo maldito para quienes tienen como destino halagar y engañar a los muchos con un falso concepto de igualdad, cuyo verdadero objetivo es tratar de destruir la democratización que implica necesariamente la existencia de capas poblacionales que manejan el saber, y el poder que de él emana, para mayor gloria de la relación del caudillo y sus mediocres entornos y la masas sin preparación adecuada y que se alimentan con las promesas y las loas demagógicas. Pues hay que reponer la palabra maldita, así tenga un costo político inmediatista.
Por lo pronto cerrar una inútil polémica sobre la obvia necesidad de que dichas élites existan, inscrita en la más elemental de las lógicas. Herman Escarrá no puede jugar en la Vinotinto ni Luis Vicente León puede ser tenor de la Scala de Milán. Es así de simple y generalizable a toda actividad humana.
Pedro Carreño no puede escribir el Cementerio de Praga y sí Umberto Eco. Y Don Francisco no puede encarnar a Macbeth en un escenario inglés. Así de ramplón es el argumento suficiente para reconocer que en ciertos niveles de excelencia no caben multitudes. Justamente eso se llama élites. Y por eso, para defender que un cantinero de cuartel y una cáfila de sargentos dirijan la República, hay que odiar y perseguir el mérito y la sapiencia.
La destrucción de las instituciones culturales para hacer exposiciones sin un mínimo de criterio de selección es un ejemplo estupendo de ese espíritu de rastacueros populistas como Farruco y Cia.
O la publicación de poetas de pueblo y no del pueblo (como Neruda o Cardenal) sin lectores posibles, comida de polillas, es del mismo espíritu. Dañar con saña las universidades, de verdad, que con todos sus límites han sido la mayor palanca del desarrollo nacional y en muchos casos han alcanzado niveles de excelencia y tratar de imponer el modelo de esos liceotes bastardos que son las universidades creadas por Chávez, es un verdadero crimen intelectual. Igual vale el inevitable y acelerado descenso de nuestra actividad de investigación científica y tecnológica, que ahora ha inventado la investigación de aficionados folklóricos, indica quizás más que cualquier otro ámbito el daño que se le hace a las posibilidades del país. Y, por último, los centenares de miles de cerebros que se han ido en busca de un poco de respeto y decencia para sus ideales, que cuando uno se acuerda se pone a llorar.
Por supuesto que no se me escapa que la palabra élite es vocablo maldito para quienes tienen como destino halagar y engañar a los muchos con un falso concepto de igualdad, cuyo verdadero objetivo es tratar de destruir la democratización que implica necesariamente la existencia de capas poblacionales que manejan el saber, y el poder que de él emana, para mayor gloria de la relación del caudillo y sus mediocres entornos y la masas sin preparación adecuada y que se alimentan con las promesas y las loas demagógicas. Pues hay que reponer la palabra maldita, así tenga un costo político inmediatista.
Por lo pronto cerrar una inútil polémica sobre la obvia necesidad de que dichas élites existan, inscrita en la más elemental de las lógicas. Herman Escarrá no puede jugar en la Vinotinto ni Luis Vicente León puede ser tenor de la Scala de Milán. Es así de simple y generalizable a toda actividad humana.
Pedro Carreño no puede escribir el Cementerio de Praga y sí Umberto Eco. Y Don Francisco no puede encarnar a Macbeth en un escenario inglés. Así de ramplón es el argumento suficiente para reconocer que en ciertos niveles de excelencia no caben multitudes. Justamente eso se llama élites. Y por eso, para defender que un cantinero de cuartel y una cáfila de sargentos dirijan la República, hay que odiar y perseguir el mérito y la sapiencia.
La destrucción de las instituciones culturales para hacer exposiciones sin un mínimo de criterio de selección es un ejemplo estupendo de ese espíritu de rastacueros populistas como Farruco y Cia.
O la publicación de poetas de pueblo y no del pueblo (como Neruda o Cardenal) sin lectores posibles, comida de polillas, es del mismo espíritu. Dañar con saña las universidades, de verdad, que con todos sus límites han sido la mayor palanca del desarrollo nacional y en muchos casos han alcanzado niveles de excelencia y tratar de imponer el modelo de esos liceotes bastardos que son las universidades creadas por Chávez, es un verdadero crimen intelectual. Igual vale el inevitable y acelerado descenso de nuestra actividad de investigación científica y tecnológica, que ahora ha inventado la investigación de aficionados folklóricos, indica quizás más que cualquier otro ámbito el daño que se le hace a las posibilidades del país. Y, por último, los centenares de miles de cerebros que se han ido en busca de un poco de respeto y decencia para sus ideales, que cuando uno se acuerda se pone a llorar.
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