Rigoberto Lanz
El Nacional, 12/06/11
La universidad pasó de ser un combustible importante para el impulso de los cambios de la sociedad a ser un peso muerto respecto a los ambientes de reformas que se animan en todos lados. O no se producen cambios significativos o se generan con tal lentitud que resultan intangibles. La evolución natural de la dinámica universitaria no conduce a su transformación espontánea. Conduce sí al reforzamiento del conservadurismo, a la reproducción de prácticas y discursos, a la perpetuación de lo mismo.
Este inmovilismo estructural de la universidad no es una exclusividad; hay otro tipo de organizaciones que están allí durante siglos reproduciéndose sin mayores cambios: los aparatos religiosos, los aparatos militares, la familia. Nadie se escandaliza por ello; diríase, más bien, que todo eso es "normal". Pero en el caso de la universidad (y en cierto modo en los aparatos escolares y culturales) se supone que en su propia naturaleza está el rasgo singular de ser un espacio del pensamiento, un lugar donde la gente estudia y entiende, donde lo esencial debería ser la comprensión de la realidad. Decir la comprensión de la realidad es apuntar justamente a la lógica del cambio, es preguntarse cómo se transforma esa realidad, o lo que es lo mismo: ¿cuáles son los obstáculos del cambio? Aquí comienzan las paradojas: la universidad perdió la conexión de sentido con la dinámica social y, por tanto, difícilmente puede formular las preguntas apropiadas sobre su transformación. De rebote, la autocomprensión de sus límites y posibilidades también se escapa; por ello, las pulsiones transformadoras son succionadas por la inercia de los procesos de conservación. La traducción práctica de este curioso fenómeno es lo que se observa a simple vista durante décadas: una universidad implosionada, menguada en su trascendencia, errática en la direccionalidad de cualquier horizonte de significación, decadente en todo su accionar.
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