Ignacio Ávalos
El Nacional,16/03/11
El Nacional,16/03/11
I. Como se sabe, en diciembre del año pasado la Asamblea Nacional modificó la Ley Orgánica de Ciencia y Tecnología, Locti, aprobada en el año 2005. Los cambios más importantes, aunque no los únicos, tuvieron lugar en el régimen de financiamiento establecido, mediante el cual se disponía que las empresas debían contribuir con un porcentaje de sus ingresos brutos al desarrollo tecnocientífico del país. Esta obligación podían cumplirla bien invirtiendo internamente los recursos a fin de fortalecer sus capacidades tecnocientíficas, bien aportándolos a terceros (universidades, centros públicos de investigación, etcétera), con la misma finalidad.
Los datos oficiales publicados en los años 2006 y 2007 (no se han publicado los de 2008 ni los de 2009, pero nada hace pensar en variaciones importantes con respecto a lo que aquí se dice) revelan, a primera vista, 3 hechos muy importantes. Primero, la obtención de un enorme volumen de recursos, muy por encima de la escala venezolana (estamos hablando, grosso modo, de más de 3 millardos de dólares por año, algo así como 3% de nuestro PIB, cifra que pone Venezuela en las grandes ligas en este tipo de estadística). Segundo, más de 90% de los recursos fueron orientados por las empresas hacia su propio desarrollo y, aunque no hay estudios que evalúen el impacto de semejante inversión, las autoridades gubernamentales han asomado la hipótesis de que, en muchos casos, la asignación de los recursos no se ajustó a lo previsto en las normas y presumiblemente no se tradujo en el mejoramiento del aparato productivo. Y por último, las empresas aportaron a terceros sólo alrededor de 7% del total de los recursos; destaca el caso de las universidades (al parecer tomadas por sorpresa por la ley), que recibieron apenas 3% de los fondos, siendo que uno de los principales objetivos trazados era consolidar su vinculación con el sector productivo.
Los datos oficiales publicados en los años 2006 y 2007 (no se han publicado los de 2008 ni los de 2009, pero nada hace pensar en variaciones importantes con respecto a lo que aquí se dice) revelan, a primera vista, 3 hechos muy importantes. Primero, la obtención de un enorme volumen de recursos, muy por encima de la escala venezolana (estamos hablando, grosso modo, de más de 3 millardos de dólares por año, algo así como 3% de nuestro PIB, cifra que pone Venezuela en las grandes ligas en este tipo de estadística). Segundo, más de 90% de los recursos fueron orientados por las empresas hacia su propio desarrollo y, aunque no hay estudios que evalúen el impacto de semejante inversión, las autoridades gubernamentales han asomado la hipótesis de que, en muchos casos, la asignación de los recursos no se ajustó a lo previsto en las normas y presumiblemente no se tradujo en el mejoramiento del aparato productivo. Y por último, las empresas aportaron a terceros sólo alrededor de 7% del total de los recursos; destaca el caso de las universidades (al parecer tomadas por sorpresa por la ley), que recibieron apenas 3% de los fondos, siendo que uno de los principales objetivos trazados era consolidar su vinculación con el sector productivo.
II. La nueva ley introdujo dos cambios fundamentales. Por un lado, la contribución empresarial pasó a ser un impuesto y, por el otro, quedó establecido que los recursos obtenidos deben ser entregados al Fondo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, Fonacit, a fin de que éste los administre. De esta manera se pretende conseguir tres objetivos. Primero, que el Estado, no la empresa, sea el que decida el destino del dinero recabado a fin de alinearlo con las políticas gubernamentales (de paso, es bueno recordar que, aun en el país más capitalista del planeta, el sector público tiene una competencia indelegable para fijar el rumbo al menos 30% de los recursos con el propósito de responder a ciertas prioridades y corregir las fallas del mercado, propias en esta área). Segundo, que el Estado vele por la eficacia de los recursos invertidos en las propias empresas en función de su desarrollo tecnológico. Y, tercero, que el Estado asegure los recursos a aquellos actores del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, soslayados por las empresas por la ley derogada.
III. Visto lo anterior, cabe preguntarse si el Fonacit puede gestionar una suma de dinero que multiplica varias veces su presupuesto habitual, si tiene, aun adoptando las reformas que le son posibles, la capacidad institucional de evaluar y decidir sobre infinidad de proyectos (de muy variada naturaleza, además) y si puede hacerlo sin convertirse en una alcabala administrativa que entrabe el entendimiento y el acuerdo requeridos entre los diversos actores involucrados en los procesos de innovación. Preguntarse, más específicamente, si desde el sector público puede decidirse mejor siempre y en todos los casos, la colocación de las inversiones correspondientes al sector productivo. Preguntarse, igualmente, si con el legítimo propósito de darle un mayor papel al Estado no se corre el riesgo de una intervención exagerada y contraproducente para los intereses nacionales. Y preguntarse, en fin, si no es posible idear una fórmula que repare las grietas advertidas en la ley anterior, tarea que no pareciera factible con la nueva.
III. Visto lo anterior, cabe preguntarse si el Fonacit puede gestionar una suma de dinero que multiplica varias veces su presupuesto habitual, si tiene, aun adoptando las reformas que le son posibles, la capacidad institucional de evaluar y decidir sobre infinidad de proyectos (de muy variada naturaleza, además) y si puede hacerlo sin convertirse en una alcabala administrativa que entrabe el entendimiento y el acuerdo requeridos entre los diversos actores involucrados en los procesos de innovación. Preguntarse, más específicamente, si desde el sector público puede decidirse mejor siempre y en todos los casos, la colocación de las inversiones correspondientes al sector productivo. Preguntarse, igualmente, si con el legítimo propósito de darle un mayor papel al Estado no se corre el riesgo de una intervención exagerada y contraproducente para los intereses nacionales. Y preguntarse, en fin, si no es posible idear una fórmula que repare las grietas advertidas en la ley anterior, tarea que no pareciera factible con la nueva.
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