Rigoberto Lanz
El Nacional, 03/04/11
Insistamos en esta idea básica: es cada vez más improbable que las universidades retengan el monopolio de la titularización o la acreditación de saberes. Hay otra agencias, otras vías, otras modalidades que se irán imponiendo por fuerza de la dinámica del trabajo (de su "extinción" dirían algunos autores). La exclusividad de las certificaciones de saberes llega a su fin. La universidad como el único lugar donde se obtienen diplomas ya no aguanta más.
Pero además hay otra pequeña tragedia para la universidad profesionalizante: el famoso mercado laboral, fundado en la idea moderna de trabajo, también llega a su fin. Por eso ya no hay correspondencia entre profesiones y empleo, entre transferencias tradicionales de conocimientos y trabajo. El remedio de las "nuevas profesiones" tiene el límite de los mismos viejos modos de pensar, de los mismos viejos modos de enseñar, de los mismos viejos modos de trabajar. Esta "frontera del diploma" como la llama Cristovam Buarque es uno de los muchos vectores en los que se expresa el agotamiento del modelo de universidad que se arrastra, esa es parte de su crisis, por allí difícilmente se llegue a alguna parte.
La cuestión es que el sentido común dominante no ve más allá de esta imagen simple de la universidad que forma profesionales. A la gente que no piensa estos asuntos le cuesta muchísimo entender la idea de una universidad constituida esencialmente por comunidades intelectuales. Eso es ya de suyo un grueso problema. Pero es que una buena porción de la gente que está en el medio universitario tampoco entiende de qué va la cosa. Esto es desde luego casi una tragedia: porque revela la enormidad del vacío teórico en el que se ha vivido en todos estos años; porque ubica fuera de esos ámbitos las claves de su transformación; en fin, porque pone de bulto la inquietante paradoja de un espacio que es por definición humus de la reflexividad pero en el que se piensa poco o casi nada.
Hay una manera de minimizar la gravedad de la crisis universitaria sacando unas cuentas que tranquilizan la mala conciencia: tantos profesionales graduados, tantas revistas, tantos posgrados y cosas parecidas. No digo que esto se haga deleznablemente para engatusar. Al contrario, muchos colegas intentan con ello mostrar "que no todo está perdido", que "hay cosas positivas", que mucha gente hace esfuerzos honestos porque las cosas mejoren.
En efecto, no podemos partir de un barrido en el que nada queda en pié. "Partir de cero" nunca ha sido un buen punto de arranque cuando queremos pensar en estrategias de transformación.
El problema es otro. Entender la magnitud de la crisis del modelo universitario que padecemos no es sentirse evaluado y, por tanto, obligado a justificar lo que se hace en las universidades como si se tratara de una acusación personal. De ese modo se crea la curiosa imagen de unos "críticos malagradecidos que no quieren a su universidad". Parece una trivialidad al pasar pero les aseguro que funciona como un poderoso antídoto frente a la angustia de una realidad congelada... dura de cambiar.
Haber vivido durante décadas "como si" todo marchara bien, o más o menos bien, produce esta psicología de la resignación en la que los pequeños intereses y el parroquialismo son ya suficientes para que un profesor pase veinticinco años entrando y saliendo de un salón de clases sin pena ni gloria, o que varias generaciones de estudiantes vayan y vengan anónimamente. En ello consiste el agotamiento del paradigma universitario que nos trajo hasta aquí. Es a esa realidad a la que se dirige el esfuerzo transformador de muchos sectores que tienen conciencia de la inviabilidad de las cercas académicas, de las jaulas teóricas, de los encierros conceptuales, de los claustros escolásticos.
Es relativamente fácil derribar los muros, resulta algo más complicado derribar los dogmas.
La cuestión es que el sentido común dominante no ve más allá de esta imagen simple de la universidad que forma profesionales. A la gente que no piensa estos asuntos le cuesta muchísimo entender la idea de una universidad constituida esencialmente por comunidades intelectuales. Eso es ya de suyo un grueso problema. Pero es que una buena porción de la gente que está en el medio universitario tampoco entiende de qué va la cosa. Esto es desde luego casi una tragedia: porque revela la enormidad del vacío teórico en el que se ha vivido en todos estos años; porque ubica fuera de esos ámbitos las claves de su transformación; en fin, porque pone de bulto la inquietante paradoja de un espacio que es por definición humus de la reflexividad pero en el que se piensa poco o casi nada.
Hay una manera de minimizar la gravedad de la crisis universitaria sacando unas cuentas que tranquilizan la mala conciencia: tantos profesionales graduados, tantas revistas, tantos posgrados y cosas parecidas. No digo que esto se haga deleznablemente para engatusar. Al contrario, muchos colegas intentan con ello mostrar "que no todo está perdido", que "hay cosas positivas", que mucha gente hace esfuerzos honestos porque las cosas mejoren.
En efecto, no podemos partir de un barrido en el que nada queda en pié. "Partir de cero" nunca ha sido un buen punto de arranque cuando queremos pensar en estrategias de transformación.
El problema es otro. Entender la magnitud de la crisis del modelo universitario que padecemos no es sentirse evaluado y, por tanto, obligado a justificar lo que se hace en las universidades como si se tratara de una acusación personal. De ese modo se crea la curiosa imagen de unos "críticos malagradecidos que no quieren a su universidad". Parece una trivialidad al pasar pero les aseguro que funciona como un poderoso antídoto frente a la angustia de una realidad congelada... dura de cambiar.
Haber vivido durante décadas "como si" todo marchara bien, o más o menos bien, produce esta psicología de la resignación en la que los pequeños intereses y el parroquialismo son ya suficientes para que un profesor pase veinticinco años entrando y saliendo de un salón de clases sin pena ni gloria, o que varias generaciones de estudiantes vayan y vengan anónimamente. En ello consiste el agotamiento del paradigma universitario que nos trajo hasta aquí. Es a esa realidad a la que se dirige el esfuerzo transformador de muchos sectores que tienen conciencia de la inviabilidad de las cercas académicas, de las jaulas teóricas, de los encierros conceptuales, de los claustros escolásticos.
Es relativamente fácil derribar los muros, resulta algo más complicado derribar los dogmas.
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