Daniel Díaz
El Nacional, 15/04/11
Hace ya un buen rato que la rutina y el fastidio forman parte de la fisonomía del acto universitario. Como consecuencia de esto, se perdió el asombro, la novedad, la alegría; por esos predios cobró vigencia la mirada indiferente; por un lado anda el país y por otro lado anda la universidad. Esto se normalizó, se hizo vida común con algunas excepciones en todo el mapa institucional de la república; por ejemplo, los planes de la nación, siempre, han sido documentos ajenos y ausentes de la agenda de dirección de las universidades. Como ésta no ha tenido un entorno apremiante, entonces, las arrugas, los excesos, los sustos, desaparecieron del escenario y apareció el lienzo vacío, primordial, repentino, que reemplazó los argumentos gruesos del debate académico.
Por más que intentamos separarnos de lo que está fuera, éste impregna con su subjetividad, con sus íconos, con sus estilos de vida, con sus valores a los conglomerados sociales de dentro y fuera; entonces, esa complejidad no tiene el rostro de la termodinámica, sino el filo de lo inmensamente cotidiano, cuyas huellas son elásticas, sensibles, en tránsito, barrocas, tradicionales, indefinidas, transculturales, posmodernas; estos gestos estéticos rotundos, ya no tienen una alcoba fuera, han entrado al universo de estudio, es más, esos lenguajes, actitudes, íconos, y otras cosas más, se han convertido en el lenguaje predominante de estas casas de estudio. Enciclopedias que rompen con la tradición clásica de la razón. Por lo tanto, la cotidianidad impone los registros e influye en las líneas de formación y de creación, hasta ahora no lo reconocemos, pero la tenemos ahí de manera notable; a continuación, se quiera o no se quiera, no existe un entorno exclusivo para la universidad, por el contrario, una de las líneas primordiales de ésta gravita en la búsqueda obsesiva de un universo nuevo, que emerja o compita con la espesura de la cotidianidad.
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