lunes, 11 de abril de 2011

¿Qué es una comunidad intelectual?

Rigoberto Lanz
EL Nacional, 06/03/11
En los debates que hemos podido compartir a propósito de la nueva ley de educación universitaria, he planteado de una manera bastante enfática que el modo de salir del síndrome de la universidad corporativa que hoy padecemos es afirmando con fuerza la idea de comunidad intelectual.

Así ha ocurrido en los recientes conversatorios que el Centro de Investigaciones Post-Doctorales está realizando, donde tuve la oportunidad de debatir estas ideas con ponentes como Alex Fergusson, Javier Biardeau, Ana Julia Bozo, Magaldy Téllez, Alicia Inciarte. También en el CIM, en la Universidad de Carabobo y en la Sala "E" de la UCV.

El asunto viene a cuento a propósito de la reiterada pregunta sobre la universidad misma, es decir, el concepto que está detrás del texto de la ley y que termina guiando lo que se dice (y lo que se omite). ¿Qué es una universidad? A lo que cabe agregar de inmediato: ¿Qué no es una universidad? Lo que sostengo es que las instituciones que acreditan carreras, que se organizan para formar profesionales, que se basan en la existencia de profesores y estudiantes, no tienen ningún chance de sobrevivir al cementerio de la Modernidad educativa. La clave de un mundo académico trascendente está en otro lado: la generación de comunidades intelectuales (de "tribus" en el lenguaje maffesoliano) que se definen por la proxemia epistémica, por la convergencia en torno a una agenda, por la pasión de las ideas.

Cuando este magma está en el centro de la razón de ser de un espacio como la universidad, entonces viene de suyo que también haya formación y nexos orgánicos con la sociedad. Pero cuando este humus constitutivo está ausente (como es el caso de la universidad realmente existente), entonces lo que tenemos es una corporación de operadores (profesores, estudiantes, empleados, obreros, autoridades) que se reparten la torta de acuerdo con las correlaciones de fuerzas que se van turnando en cada coyuntura.

La definición tradicional de una tal "comunidad universitaria" que se desvive en la "búsqueda de la verdad" es francamente ridícula. Esa es justamente la concepción decimonónica que nos tiene metidos en el hoyo. Lo que existe en realidad es un conglomerado de intereses contradictorios que se estructura según la agenda pragmática de cada sector (con visibles conexiones hacia los mismos intereses que se disputan en el resto de la sociedad). Además las apelaciones a la "verdad" forman parte de la retórica vacía que sirve para lo que sea.

La universidad por la que vale la pena luchar hasta sus últimas consecuencias es aquella que asume la producción de conocimiento como su norte primero, la generación de nuevas ideas como su fin principal, el quehacer intelectual como el eje vertebrador de toda otra función, el debate teórico y la interpelación del pensamiento como su tarea vital, el cultivo del espíritu y la recreación de la dimensión estética como una condición constitutiva de ese espacio. De ese modo, la actividad de formación estaría siempre en sintonía con ese magma cultural en donde no es posible el docentismo repetitivo, acrítico y esterilizante. Las comunidades intelectuales son justamente esos dispositivos académicos y organizacionales que garantizan un dinamismo interior volcado a las grandes preguntas, a las agendas trascendentes, a los problemas en los que convergen las inquietudes y las búsquedas de cada investigador.

Sin la fuerza de un torrente intelectual de esa envergadura la universidad está condenada a lo que es hoy: un ámbito de transferencia de conocimientos en el que se aspira a "formar" las destrezas profesionales que presuntamente demanda el mercado de trabajo. La transformación de fondo que está planteada consiste primeramente en la asunción plena del quehacer intelectual como el sentido y justificación de todo lo demás.

Sólo las comunidades intelectuales podrán dotar a estos espacios de la densidad y espesor político-culturales que se perdieron en la larga noche del pensamiento simple.

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