Alejandro Maldonado
El Nacional, 27/04/11
Gracias a la recientemente dejada sin efecto ley de educación universitaria y de la pregunta-título, comparto tanto una descripción apretada de las discusiones, como unas reflexiones.
Unos plantean que la transformación universitaria es simple si el Estado ejerce su papel de ente rector. Con ello, sería la voluntad colectiva en la forma Estado la que torcerá el rumbo de las desorientadas instituciones universitarias. Sus oponentes los llaman intervencionistas, violadores del precepto constitucional de la autonomía universitaria. Otros, autonomistas, creen que la universidad es capaz de generar su propia transformación, que el papel del Estado debe ser el de garantizar un presupuesto adecuado y la libertad plena para el desarrollo de las tareas de las universidades; eso junto con la buena voluntad de las autoridades llevará a que la universidad cambie sustancialmente.
Los de la acera de enfrente, no sin razón, les dicen privatizadores y elitistas. Otra corriente habla del sistema de ingreso e idealizan uno nuevo o mejoran el actual. En todo caso, las discusiones sobre este tópico parten de lo descrito antes. La democratización de la universidad y la paridad del voto es otro tema cuya discusión pasa por tener o perder privilegios: el grueso del profesorado se incomoda cada vez que escucha esto, pues considera que será aplanada; el estudiantado se inclina por la defensa de esta opción, en la medida en que responde a luchas históricas, aunque algunos creen que la paridad debe ser proporcional.
Por último, empleados y obreros creen que esta radicalización debe ser mayor, pues no debe quedarse en la paridad para ejercer el voto, sino que debe ampliarse y que puedan ser elegidos. Los cuatro puntos esconden profundos debates filosóficos, políticos e históricos, y son el centro de las disputas entre las facciones que hoy son visibles en los debates; algunas participan hipócritamente y con cálculos políticos para permanecer en el poder dentro de las universidades.
Sin embargo, me preocupa muchísimo que la mayoría de nosotros, quienes queremos una transformación radical y hemos luchado por ello, estamos dejando de lado algo sustancial: el aula de clases.
No hay transformación sustantiva si no transformamos en lo simbólico y en lo práctico ese espacio cotidiano de nuestra actividad universitaria: el aula, el laboratorio, el ambiente. Aún más, ésta sólo será posible si el sujeto-estudiante que todos debemos tener presente, en la medida que siempre debemos recordar que fuimos estudiantes y padecimos derrotas políticas así como el peso del poder simbólico y real del profesorado expresado en formas de evaluación, de segregación y violencia simbólica nos interpela y desde su fuerza moral comienza a cuestionar usos, prácticas, formas y representaciones de lo que ocurre en esos espacios.
Que el Estado cumpla su papel no garantiza que en las aulas el pensamiento crítico y la libertad de disentir sean los elementos que guíen el desenvolvimiento de los que allí, día tras día, conviven.
Que el principio de autonomía se respete no garantiza que la gente de bien de las universidades desee cambiar las relaciones de poder y dominación que históricamente han permitido, reproducido y sofisticado mediante reglamentos, normas, evaluaciones y en instancias universitarias de gobierno y dirección.
Que discutamos ampliamente sobre el mejor sistema de ingreso, que para mí debe ser libre, universal y orientado por el Estado, no garantiza que trastoquemos la lógica material y simbólica del aula de clase. Contar con un sistema más justo es deber del Estado.
Nuestra labor es hacer que la cotidianidad en la universidad sea de tipo democrático radical, crítica y transformadora.
Que tengamos una universidad más democrática en sus órganos de decisión políticoacadémico-administrativa y un sistema electoral en condiciones de igualdad para elegir y ser elegidos, con lo cual estoy de acuerdo, en nada garantiza espacios cotidianos radicalmente democráticos, en los que lo sustantivo sea el debate, la deliberación, la seducción política, el respeto a las diferencias y la búsqueda de la comprensión intercultural. Tenemos tarea.
Unos plantean que la transformación universitaria es simple si el Estado ejerce su papel de ente rector. Con ello, sería la voluntad colectiva en la forma Estado la que torcerá el rumbo de las desorientadas instituciones universitarias. Sus oponentes los llaman intervencionistas, violadores del precepto constitucional de la autonomía universitaria. Otros, autonomistas, creen que la universidad es capaz de generar su propia transformación, que el papel del Estado debe ser el de garantizar un presupuesto adecuado y la libertad plena para el desarrollo de las tareas de las universidades; eso junto con la buena voluntad de las autoridades llevará a que la universidad cambie sustancialmente.
Los de la acera de enfrente, no sin razón, les dicen privatizadores y elitistas. Otra corriente habla del sistema de ingreso e idealizan uno nuevo o mejoran el actual. En todo caso, las discusiones sobre este tópico parten de lo descrito antes. La democratización de la universidad y la paridad del voto es otro tema cuya discusión pasa por tener o perder privilegios: el grueso del profesorado se incomoda cada vez que escucha esto, pues considera que será aplanada; el estudiantado se inclina por la defensa de esta opción, en la medida en que responde a luchas históricas, aunque algunos creen que la paridad debe ser proporcional.
Por último, empleados y obreros creen que esta radicalización debe ser mayor, pues no debe quedarse en la paridad para ejercer el voto, sino que debe ampliarse y que puedan ser elegidos. Los cuatro puntos esconden profundos debates filosóficos, políticos e históricos, y son el centro de las disputas entre las facciones que hoy son visibles en los debates; algunas participan hipócritamente y con cálculos políticos para permanecer en el poder dentro de las universidades.
Sin embargo, me preocupa muchísimo que la mayoría de nosotros, quienes queremos una transformación radical y hemos luchado por ello, estamos dejando de lado algo sustancial: el aula de clases.
No hay transformación sustantiva si no transformamos en lo simbólico y en lo práctico ese espacio cotidiano de nuestra actividad universitaria: el aula, el laboratorio, el ambiente. Aún más, ésta sólo será posible si el sujeto-estudiante que todos debemos tener presente, en la medida que siempre debemos recordar que fuimos estudiantes y padecimos derrotas políticas así como el peso del poder simbólico y real del profesorado expresado en formas de evaluación, de segregación y violencia simbólica nos interpela y desde su fuerza moral comienza a cuestionar usos, prácticas, formas y representaciones de lo que ocurre en esos espacios.
Que el Estado cumpla su papel no garantiza que en las aulas el pensamiento crítico y la libertad de disentir sean los elementos que guíen el desenvolvimiento de los que allí, día tras día, conviven.
Que el principio de autonomía se respete no garantiza que la gente de bien de las universidades desee cambiar las relaciones de poder y dominación que históricamente han permitido, reproducido y sofisticado mediante reglamentos, normas, evaluaciones y en instancias universitarias de gobierno y dirección.
Que discutamos ampliamente sobre el mejor sistema de ingreso, que para mí debe ser libre, universal y orientado por el Estado, no garantiza que trastoquemos la lógica material y simbólica del aula de clase. Contar con un sistema más justo es deber del Estado.
Nuestra labor es hacer que la cotidianidad en la universidad sea de tipo democrático radical, crítica y transformadora.
Que tengamos una universidad más democrática en sus órganos de decisión políticoacadémico-administrativa y un sistema electoral en condiciones de igualdad para elegir y ser elegidos, con lo cual estoy de acuerdo, en nada garantiza espacios cotidianos radicalmente democráticos, en los que lo sustantivo sea el debate, la deliberación, la seducción política, el respeto a las diferencias y la búsqueda de la comprensión intercultural. Tenemos tarea.
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