miércoles, 8 de diciembre de 2010

El síndrome del bebé y la bañera

Ignacio Ávalos
El Nacional, 08/12/10

Salvo algunos tiros de salva,
es decir, la finta de unas consultas que a la postre no tuvieron ninguna influencia importante en cuanto a variar la opinión gubernamental, la Asamblea Nacional se ha dado a la tarea de modificarla, en su noveno inning, último turno al bate, antes de que los diputados de la oposición vengan a romper el dulce encanto de la mayoría calificada, necesaria para considerar leyes orgánicas como esta a la que ahora me refiero, la de Ciencia, Tecnología e Innovación.


Vigente desde el año 2005, la misma recoge las maneras de llevar a cabo los procesos de creación de conocimientos científicos y tecnológicos, y reconoce la existencia de diversos actores sociales, de un amplio abanico de capacidades, así como de los distintos tipos de saberes que confluyen en la creación de innovaciones. Es, con sus bemoles, una buena ley, pieza clave en la arquitectura que debe gobernar nuestras pretensiones de desarrollo tecno-científico, la cual ahora se pretende modificar sin que se tenga noticia de algún estudio que haya calibrado la experiencia acumulada durante los años de su vigencia.

La falta de evaluación deja en el aire varias preguntas fundamentales, cuyas respuestas son necesarias para saber cuáles son las reparaciones que deben hacérsele a la ley y determinar si ha habido un antes y un después en el comportamiento de nuestro sistema innovativo, tras haberse introducido aspectos conceptuales novedosos y haber recibido, según los dispuesto en las normas, una inversión cuantiosa, equivalente a 3% del producto interno brutodel país, un porcentaje que se tutea con el de las naciones más industrializadas.

Debería medirse, así pues, el impacto de esa inversión en el fortalecimiento tecno-científico del aparato productivo nacional. Indagar por qué los aportes empresariales dados a terceros resultaron una fracción tan pequeña (menos de 5%) del total de los recursos recabados y si en ello tienen algo que ver las estructuras y la cultura de las universidades, en las que se encuentra la mayor parte de nuestro potencial de investigación.

Precisar, así mismo, cuál fue el desempeño de los organismos competentes en la administración de las normas contenidas en el instrumento y hasta qué punto la ley contribuyó a tejer la institucionalidad asociada a los procesos de innovación tecno-científica. Identificar cuán compatible fue la Locti con otros instrumentos de la política nacional (por ejemplo, con la Misión Ciencia) y en qué grado sirvió para dirigir los recursos hacia los objetivos de la política pública en esta área.

Y por sólo señalar una interrogante adicional, cuál fue el grado de aprendizaje de los diversos actores involucrados (organismos oficiales, universidades y centros de investigación, empresas públicas y privadas, firmas consultoras, organizaciones civiles, etcé
tera) tomando en cuenta que hemos sido un país con precaria cultura de innovación.

Sin examinar y explicar cuestiones similares a las expuestas, difícilmente podría tener lugar una transformación razonable de la Locti.
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