Javier Cercas
La Nación, 12/02/11
Me entero por un artículo de Rodríguez Rivero de que, según un estudio realizado en la Universidad de Cambridge, el día más aburrido de la historia fue el domingo 11 de abril de 1954. No tengo ni la más remota idea de cómo puede llegarse a una conclusión así, ni la más mínima intención de hacer averiguaciones al respecto, no vaya a ser que se trate de una broma de Cambridge (o de Rodríguez Rivero). Sólo me quedo con la fecha: domingo 11 de abril de 1954. Lo primero que pienso es que domingo tenía que ser, quizá porque me acuerdo de un poema de Jacques Prévert que habla de "aquellos que mueren de aburrimiento el domingo por la tarde porque ven que les queda por delante el lunes/y el martes, y el miércoles, y el jueves, y el viernes/y el sábado/y el domingo por la tarde".
Lo segundo que pienso es que me encantaría vivir en un perpetuo 11 de abril de 1954. Es la verdad: soy un feroz partidario del aburrimiento. Una de las razones por las que me gusta la democracia es porque es el sistema político más aburrido que existe, y cuanto más perfecta, más aburrida: en una dictadura, la diversión está asegurada y cualquier don nadie puede correr aventuras apasionantes, desde ser apaleado en comisaría hasta conocer las delicias de la cárcel o el exilio, por no hablar de la excitante posibilidad de ser arrojado al océano desde un avión en pleno vuelo; en cambio, en una democracia casi perfecta, a lo máximo que podemos aspirar los ciudadanos del montón es a ser multados por la guardia urbana. No es que nuestra democracia sea casi perfecta, pero cada vez que oigo lamentar el tedio de nuestra vida pública y reclamar el retorno de una política épica, me echo a temblar: a mí, la épica me encanta en las películas y los libros, pero en la realidad lo que me gustaría es el tedio más absoluto, una realidad sin sobresaltos ni cataclismos de ninguna clase, tan huérfana de malas noticias que hasta los periódicos resultaran aburridos. Es decir: más o menos como debió de ser el 11 de abril de 1954
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