Antonio López Ortega
El Nacional, 01/02/11
La cultura en Venezuela ha muerto: ha muerto como hecho social, como dinámica, como tejido, como red de articulaciones. Apenas los artistas y creadores, todos dispersos y ensimismados, elaboran obras que se acogerán en un futuro, cuando los vientos soplen a favor de la reconstrucción nacional, pero estos son tiempos en los que el divorcio entre políticas públicas, instituciones, hacedores culturales y sector privado es tan hondo que sólo cobija abismos y precipicios.
Hace apenas una década atrás, nuestros libros triunfaban en Boloña o Leipzig, nuestro diseño gráfico inundaba los museos internacionales, nuestros artistas plásticos desfilaban por las grandes bienales, nuestros poetas llegaban a prestigiosas editoriales continentales, nuestras salas o grupos de teatro se constituían en red, la danza contaba con importantes festivales, la música brotaba por doquier y, sobre todo, los públicos y las audiencias nacionales se sumaban lentamente a la fiesta del espíritu y de la trascendencia que es toda apuesta estética. Cuando se compara con el resto de Latinoamérica, no es poco lo que el país hizo en media centuria al crear museos del primer mundo, al atesorar colecciones que eran la envidia de otras ciudades, al crear editoriales que acogieron el pensamiento latinoamericano, al fomentar centros de formación con los mejores maestros, al tener las más equipadas salas de espectáculos, al diseñar los más novedosos formatos para desarrollar experiencias artísticas de calle y, sobre todo, al proyectarse por décadas como centro de acogida de las diásporas culturales latinoamericanas, más que dispersas entre regímenes obtusos y destierros.
Hace apenas una década atrás, nuestros libros triunfaban en Boloña o Leipzig, nuestro diseño gráfico inundaba los museos internacionales, nuestros artistas plásticos desfilaban por las grandes bienales, nuestros poetas llegaban a prestigiosas editoriales continentales, nuestras salas o grupos de teatro se constituían en red, la danza contaba con importantes festivales, la música brotaba por doquier y, sobre todo, los públicos y las audiencias nacionales se sumaban lentamente a la fiesta del espíritu y de la trascendencia que es toda apuesta estética. Cuando se compara con el resto de Latinoamérica, no es poco lo que el país hizo en media centuria al crear museos del primer mundo, al atesorar colecciones que eran la envidia de otras ciudades, al crear editoriales que acogieron el pensamiento latinoamericano, al fomentar centros de formación con los mejores maestros, al tener las más equipadas salas de espectáculos, al diseñar los más novedosos formatos para desarrollar experiencias artísticas de calle y, sobre todo, al proyectarse por décadas como centro de acogida de las diásporas culturales latinoamericanas, más que dispersas entre regímenes obtusos y destierros.
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