Aurelio Arteta
EL PAÍS, España, 17/11/10
EL PAÍS, España, 17/11/10
Para ocupar espacios públicos de opinión como este, uno tiene que apoyarse en varios supuestos básicos. Que de ciertas áreas de la realidad solo cabe opinión, es decir, conocimiento capaz de persuasión y no de demostración rigurosa. Que lo opinable tiene que ver en especial con la acción o conducta humana, lo mismo individual que colectiva, y se encuadra así en el territorio de la ética y la política. Que las opiniones, y gracias a las emociones que suscitan, orientan el comportamiento humano en un sentido o en otro. Que ya solo por eso nos incumbe el deber de depurar nuestros prejuicios y apuntalar argumentalmente nuestras opiniones. Pero que no todas las opiniones son de igual valor y el sujeto cree que algunas de las suyas serían más valiosas que otras vigentes y por eso se decide a exponerlas al público. Y a dar este último paso le mueve asimismo la confianza de que sabrá escribirlas con cierta eficacia y, para qué ocultarlo, también la necesidad del aplauso ajeno.
Lo extraño es que entre nosotros tantas personas a quienes les sobra el saber preciso para enriquecer la opinión pública desdeñen esta tarea. O bien consideran que entrar en este terreno rebajaría enseguida la altura de sus ideas, forzadas a acomodarse al lector ordinario, o que sus reflexiones nada iban a alterar la conciencia de sus conciudadanos. O bien dan por sentado que conviene evitar los juicios en tribunas públicas para librarse de los diversos riesgos que ello podría acarrear (y entre esos riesgos, el de que "los suyos de toda la vida" comiencen a mirarles con recelo...). Lo cierto es que se contentan con cultivar para sí o entre muy pocos un saber que por su naturaleza es para muchos. Se limitan a contemplar su objeto de estudio desde todos los ángulos, menos desde ese en el que ese objeto muestra el sufrimiento que produce y demanda entonces una acción justa. Así llegan bastantes a tomar por teoría pura lo que es un conocimiento de y para la práctica o la acción. Aristóteles ya nos enseñó que en ética "no investigamos para saber qué es la virtud, sino para hacernos buenos".
Pues bien, déjenme indicarles qué clase de académicos y qué tipo de problemas públicos -entre tantos posibles- echo más en falta en la arena pública de la opinión. Para empezar por uno mismo y sus colegas, mal se comprende que los estudiosos de la democracia dejemos pasar como si tal cosa las palabras que los últimos Sumos Pontífices o las autoridades eclesiásticas de nuestro país suelen dedicar a esta forma de gobierno. En este asunto uno duda si tales palabras encierran una penosa confusión sobre su naturaleza o una dosis notable de cinismo interesado. Siempre desde la convicción de ser los depositarios de esa Verdad que ilumina incluso las instituciones públicas, las recientes encíclicas papales reprochan a la democracia que en ella la verdad sea dictada por la mayoría o varíe según los diversos equilibrios políticos. ¿No habrá que disipar cuanto antes tamaño disparate entre los católicos de este país que acogen esa enseñanza?
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Lo extraño es que entre nosotros tantas personas a quienes les sobra el saber preciso para enriquecer la opinión pública desdeñen esta tarea. O bien consideran que entrar en este terreno rebajaría enseguida la altura de sus ideas, forzadas a acomodarse al lector ordinario, o que sus reflexiones nada iban a alterar la conciencia de sus conciudadanos. O bien dan por sentado que conviene evitar los juicios en tribunas públicas para librarse de los diversos riesgos que ello podría acarrear (y entre esos riesgos, el de que "los suyos de toda la vida" comiencen a mirarles con recelo...). Lo cierto es que se contentan con cultivar para sí o entre muy pocos un saber que por su naturaleza es para muchos. Se limitan a contemplar su objeto de estudio desde todos los ángulos, menos desde ese en el que ese objeto muestra el sufrimiento que produce y demanda entonces una acción justa. Así llegan bastantes a tomar por teoría pura lo que es un conocimiento de y para la práctica o la acción. Aristóteles ya nos enseñó que en ética "no investigamos para saber qué es la virtud, sino para hacernos buenos".
Pues bien, déjenme indicarles qué clase de académicos y qué tipo de problemas públicos -entre tantos posibles- echo más en falta en la arena pública de la opinión. Para empezar por uno mismo y sus colegas, mal se comprende que los estudiosos de la democracia dejemos pasar como si tal cosa las palabras que los últimos Sumos Pontífices o las autoridades eclesiásticas de nuestro país suelen dedicar a esta forma de gobierno. En este asunto uno duda si tales palabras encierran una penosa confusión sobre su naturaleza o una dosis notable de cinismo interesado. Siempre desde la convicción de ser los depositarios de esa Verdad que ilumina incluso las instituciones públicas, las recientes encíclicas papales reprochan a la democracia que en ella la verdad sea dictada por la mayoría o varíe según los diversos equilibrios políticos. ¿No habrá que disipar cuanto antes tamaño disparate entre los católicos de este país que acogen esa enseñanza?
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